Más calle para los niños, si es posible
Los centros comerciales se han convertido en el refugio de la infancia Los niños llegan a la adolescencia sin haber vivido casi riesgos
En los 12 años se podría situar el momento crítico. Cada niño es distinto, pero esta edad suele marcar un punto de inflexión. Se ven mayores para compartir muchas actividades con sus padres y a estos les da miedo dejarles demasiada libertad porque todavía los ven muy críos. Es la entrada en la adolescencia, en la que creen que pueden hacer cualquier cosa tras años en los que les estaba vetado casi todo. La clave para los padres es encontrar el equilibrio, pero deberían haber empezado antes de llegar a este momento. Porque muchos de los niños de hoy están sobreprotegidos.
Los padres perciben las calles como peligrosas, cada vez juegan menos chavales en ellas sin supervisión de un adulto, cada vez es más raro que vayan al colegio solos, algo que hace unas décadas era muy frecuente. Los centros comerciales se han convertido en el refugio en el que dejan a sus hijos con tranquilidad, un universo cerrado y vigilado que parece fuera de riesgos. En parte se debe a unas ciudades hostiles, pensadas para los coches, poco amables para la infancia. Pero también a una retroalimentación. Incluso los padres que verían natural una mayor libertad para sus niños, pueden llegar a pensar que algo hacen mal cuando los hijos de los demás están tan protegidos. Les sobreviene una culpa por darles una autonomía que en ocasiones es muy recomendable, según los expertos consultados. Y entran en esta misma dinámica.
En ocasiones los padres están mal vistos por dar más autonomía
El pedagogo italiano Francesco Tonucci se ha empeñado en devolver la ciudad a los niños con su proyecto La Città dei Bambini (La Ciudad de los Niños). Aporta algunos datos que marcan sus objetivos: en Inglaterra, por ejemplo, un 90% de los que tenían entre 6 y 11 años iban solos a la escuela en los años sesenta. Este porcentaje se ha ido reduciendo paulatinamente y se queda hoy alrededor del 5%. “Hay una pérdida de autonomía casi total”, se queja. Postula que hay que revertir esta situación. “Estamos viviendo una paradoja. Cuando yo era pequeño, hace 60 años, no se sabía casi nada de los niños. Era una temporada de espera. Lo importante era cuidarlos para que llegaran a ser adultos, que era la edad importante. En esta situación se les permitían bastantes cosas. No se les llamaba derechos, pero sí que tenían permitido vivir y usar espacios que los adultos no utilizaban y gozaban del tiempo libre necesario para hacerlo. Jugaban con amigos sin un control directo. Hoy la actitud de los adultos ha sido de hacer bastantes más cosas para los niños encerrándolos en espacios dedicados a ellos que los excluyen de la vida social. Se les reservan lugares como jardines, casi siempre cerrados, con rejas, para protegerlos, con columpios y toboganes, todos iguales y siempre tienen que ir vigilados. En el momento que sabemos cuan importante es la infancia, que los primeros años son fundamentales para el resto de la vida, los estamos excluyendo; es una forma de miedo respecto a la infancia porque nos interesa que no estén en medio de las cosas de mayores”, explica.
Otra paradoja es que a más tecnología, a más capacidad de control y de cuidado, con móviles que permiten hasta tener localizados mediante GPS a los hijos, menos capacidad de movimientos se les permite. Esto se puede producir incluso entre padres que no prestan especial atención a sus críos, que no les dan el suficiente cuidado emocional y limitan su atención a controlar sus espacios.
La tecnología para controlar a los hijos crece y se restringen sus movimientos
Una de las iniciativas del proyecto de Tonucci es la de fomentar que los niños vayan solos al colegio. Se trata de concienciar a todos los residentes de una zona para que tomen partido en el trayecto. Que los comerciantes y vecinos estén algo pendientes al recorrido de los escolares para que puedan ir a la escuela sin acompañamiento de un adulto desde los primeros cursos de primaria. Que les dejen usar el teléfono de su establecimiento si lo necesitan.
Hay experimentos en varios colegios y todos han sido satisfactorios, según Tonucci. En la ciudad de Pesaro, en Italia, se ha puesto en marcha en una decena de centros. Suman cientos de niños que durante ocho años no han tenido ni un solo accidente. “En las mismas circunstancias, cuando iban acompañados por los padres, se registraron ocho, que no son muchos, pero son más. Algunos progenitores piensan que sus niños son tontos, que se van a tirar debajo de un coche si se descuidan. Pero ellos saben muy bien cuidarse solos si se les da la oportunidad”, asegura el pedagogo. Además, según su teoría, deben asumir riesgos para su formación como personas. Y esto lo tienen que hacer sin supervisión adulta. “Cuando estoy con mis nietos no les permito que hagan ciertas cosas porque me pongo nervioso y creo que les puede pasar algo, pero sé que tienen que experimentar. Para eso es mejor que ni yo ni sus padres estemos delante”, añade.
Ir al colegio solos se ha convertido en una rareza para chicos de primaria
El nivel de uso de la calle, del barrio, también depende del poder adquisitivo, según señala Waltraud Müllauer-Seichter, antropóloga social de la Uned. “Los que tienen niveles más altos de renta suelen usar menos los espacios próximos. Es más frecuente que lleven a sus hijos a colegios lejanos y que desarrollen su ocio en lugares distintos al propio distrito”, cuenta. Muchos de ellos, según sus estudios, van creciendo con una imagen exagerada de la hostilidad en la ciudad, que es difícil de revertir. Esto, mezclado con la proliferación de los videojuegos y el crecimiento del tiempo que pasan en Internet, da lugar a unas costumbres sedentarias y de poco roce social.
Uno de los problemas que se encuentran los padres, incluso los más proclives a darle la vuelta a estas situaciones, es el rechazo social. Hace cinco años se hizo famosa Lenore Skenazy como “la peor madre de América”. Así fue calificada por algunos medios de comunicación por dejar que su hijo de nueve años fuese a la escuela solo cogiendo el metro de Nueva York. No era descuido. Fue una actitud plenamente consciente de su madre, que se rebeló contra la sobreprotección a la infancia. Llegó a escribir un libro sobre el tema (Free range kids, Niños de movimientos libres) en el que argumenta que los niveles de delincuencia de la ciudad no son mayores que en los años sesenta y que por lo tanto no hay motivos para secuestrar a los niños en sus casas. “Estadísticamente, un menor tendría que pasar 750 años en la calle para que sea raptado”, argumenta.
Cuanto más poder adquisitivo, menos actividades en el entorno cercano
El filósofo José Antonio Marina, presidente de la Universidad de Padres, tiene un punto de vista algo distinto. El lema de la institución es que para educar a un niño no hace falta una familia, sino una tribu entera. Por eso, también cree muy importante integrar a las ciudades para que sean algo más amables. Sin embargo, Marina ve muy complicado revertir la situación y que las calles vuelvan a ser un lugar perfectamente seguro para los niños. Según dice, “ha habido proceso de deterioro de las urbes, en unas más rápidamente que en otras, las más grandes primero, pero con particularidades en cada caso”. “Barcelona no es lo mismo que Madrid. En la primera se han protegido mucho más los barrios. Santander, que era un sitio estupendo para que los niños jugaran, ha sufrido invasión del espacio público por los coches. Todo esto resulta agresivo para la infancia”, relata.
La solución que propone es habilitar más espacios para que puedan desarrollarse. Un ejemplo sería abrir los centros escolares durante los fines de semana a actividades no académicas. Podrían aprovecharse las pistas deportivas o las cafeterías de los colegios para celebrar fiestas o cumpleaños. “Necesitamos sitios seguros”, afirma.
Los grandes centros comerciales se han convertido para muchos padres en el lugar ideal. Marina no los ve con malos ojos. “Están hechos para que toda la familia pueda pasar una tarde, pero cada miembro dedicado a sus actividades. Esto puede tener éxito porque resuelve el problema de que los padres no saben qué hacer con los hijos a partir de una edad, porque no pueden estar constantemente vigilándolos”, resume.
Eva Marín Llimerá, directora del Centro Comercial La Vaguada, en Madrid, explica cuáles son, en su opinión, las claves de este fenómeno: “Han suplido a la calle porque son un espacio seguro con mucha más oferta concentrada. Tanto niños como adolescentes se pueden ir desde los locales de maquinitas, a comerse una hamburguesa o estar sentados en el jardín. Y en la parte infantil, los padres pueden estar tranquilos mientras los chavales se quedan en la ludoteca”.
El centro comercial era la actividad preferente de Lidia, hija de Carlos Moreno, un padre divorciado que ve cómo su hija va haciéndose adolescente. A punto de cumplir 13 años, ha hecho poca vida en la calle. En parte porque sus amigos no eran de su barrio. Es algo que también es cada vez más frecuente. Los colegios a los que acuden están lejos y los padres tienen que llevarlos a casas de amigos para jugar, cuando antes la vida estaba más concentrada en el lugar de la ciudad donde vivían. Pero Lidia se va hartando de centros comerciales. Los ve como algo demasiado infantil para ella. Hace unas semanas, le pidió a su padre ir a dar una vuelta por el centro de su ciudad, Madrid. La respuesta de Carlos fue negativa. “Si hubiese querido ir a algún lado concreto, la habría llevado sin problemas, pero me parece pequeña para que esté vagando sola por ahí”, justifica.
El salto de vivir bajo los techos de un centro comercial o de la casa de sus amigos a la calle se iba a producir en este caso de una manera brusca, sin fases intermedias. Tonucci proclama lo contrario: “La autonomía debe ser un recorrido continuo que empieza con el corte del cordón umbilical y que no puede parase nunca. Cada día debería crecer un poco más desde los primeros meses”.
Nuria Thomas, profesora y pedagoga de un instituto en Barcelona, lleva tres décadas contemplando el paso a la adolescencia de cientos de chavales. En estos años ha observado algunos fenómenos: “Los chicos no conocen la ciudad. Las familias cada vez los llevan menos a ver los lugares interesantes de donde viven y descubren los monumentos con nosotros, con las excursiones del instituto”. Con respecto a la sobreprotección, también apunta algunas paradojas: “Necesitan una autorización para cualquier cosa, incluso para una clase de educación física en el entorno del centro. También están ahora mucho más regulados el control de ausencias y retrasos. Pero es porque resulta mucho más frecuente que lleguen tarde por quedarse dormidos, por ejemplo. Y esto es culpa de los padres”, asume. En ocasiones hay una especie de esquizofrenia entre la hiperregulación y el descuido de las familias.
Porque la llegada a la adolescencia siempre es conflictiva. Hay que ir estableciendo nuevas reglas y pautas de comportamiento que, en opinión del psicopedagogo Pedro Santamaría, tienen que ser pactadas entre hijos y padres. “Hay que intentar que el menor se encuentre legitimado en su nueva autonomía, pero con línea de encuentro, unos límites”, propone. Aunque quiere dejar claro que cada caso específico es distinto de otro, pone algún ejemplo: “Lo ideal sería pactar unos horarios adecuados. Un menor de 13 años, por ejemplo, nunca debería llegar más allá de las diez de la noche a casa. Esto debería estar muy meditado, muy hablado”. Lo que argumenta es que no se puede pasar a un descontrol total en la adolescencia. Pone el ejemplo de la vida virtual de los videojuegos e Internet: “Este tipo de relación tan artificial que tiene el adolescente con la máquina tiene que ir tutorizada por un adulto”. Una vez más, se propone compaginar la libertad del menor para elegir con unas ciertas guías. “Debe haber mecanismos adaptativos al cambio. Tenemos que plantearnos cómo generar una conciencia en donde se puedan desarrollar conductas que ayuden a estos adolescentes a saber colocarse en una vida donde se exige cada vez más autonomía. Este es el nuevo planteamiento de la Universidad con Bolonia, que ellos sean capaces de dirigir su propia formación. Pero tiene que haber alguien que les enseñe”, concluye.
No hay receta ideal, un padre no es mejor que otro por dejar más o menos libertad, pero lo que los expertos recomiendan es tratar de buscar un equilibrio entre libertad y protección.
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