El Caso Salón ‘Eiffel Paris’ de Fuenlabrada o por qué a España le importan tanto las peluquerías
¿Cómo es posible que en medio de una pandemia mundial el cierre y apertura de las peluquerías genere tan encendido debate público? ¿Tan importantes son?
Esta semana el teléfono ha sonado a todas horas en casa de Fernando Palomo. Eran sus clientas. Todas estaban deseando sentarse de nuevo en los sillones de su pequeño salón de belleza unisex Eiffel Paris de Fuenlabrada. Algunas de ellas le eran fieles desde hacía treinta años. Al aparato se ha estado poniendo Fernando Palomo, sí, pero no el peluquero de 53 años, sino el técnico de calidad de 26 que responde al mismo nombre: su hijo. Entre él y su madre se han repartido el terrible trago de dar la mala noticia a las clientas: el COVID se ha llevado por delante a su estilista de cabecera. “Lo que estamos pasando estos días no lo sabe nadie”, dice Palomo hijo. Su padre, que se crió en un pueblo de Ávila, se mudó a Madrid para estudiar peluquería en una academia de Leganés. Empezó por cuenta ajena. Una noche, saliendo de fiesta por Fuenlabrada conoció a la madre de Fernando en la discoteca Vogue. Coincidentemente, ella también era peluquera.
Después de casarse pidieron una hipoteca, compraron un bajo, lo dividieron en dos y lo convirtieron en el hogar donde formaron una familia y en la peluquería que les ha dado de comer durante tres décadas. Uno de los recuerdos de infancia más vívidos de Fernando hijo era escuchar desde el salón de casa haciendo los deberes los encendidos debates que su padre mantenía con clientas y clientes en el otro salón: “Era muy buen peluquero, todo el mundo lo decía, pero porque era capaz de transformar un corte de pelo en una buena conversación y porque analizaba tanto los rasgos físicos de las personas como su carácter. Era capaz de ver cómo le iba a afectar un cambio de peinado al estado de ánimo una persona. Cuando terminaba la jornada mi padre seguía veces las conversaciones en la puerta del negocio, como si estuvieran con una cerveza en la mano”. La peluquería Eiffel París de Fuelabrada no solo era un salón de belleza: era un nodo sociocultural esencial. “Mi padre era un hombre muy curioso y estaba formándose constantemente. Él fue adaptándose a todas las modas, desde los pelos de colores de los años ochenta hasta las mechas para chicos de los futbolistas de los años 2000”.
La noche del 14 de marzo cuando se declaró el estado de alarma y en el borrador inicial del Decreto se coló por error que las peluquerías quedarían abiertas, en Twitter, ese espacio donde ningún trending topic es estadísticamente fiable pero sí sociológicamente interesante, se generó enorme polémica. El país tenía que cerrarse porque una pandemia hiperletal había llegado a nuestras fronteras y cada español infectado (sintomático o asintomático) podía contagiar con coronavirus a veinte personas, pero el tema central de debate eran la conveniencia o no de cerrar las peluquerías. ¿Cómo es posible?
La ficción ha ilustrado en numerosas ocasiones este importantísimo rol de los salones de belleza, que son, además de todo, espacios muy cinematográficos. En Grease, Frenchy, una cándida estudiante de estética sueña con dirigir un centro estético en el que el crooner Frankie Avalon ameniza la vida de sus clientas; en Magnolias de Acero, Julia Roberts, Shirley McClain y Sally Field se reúnen en torno a una virtuosa del cabello interpretada por Dolly Parton para hablar de sus temores, alegrías, tristezas y amores; en Do The Right Thing podemos ver cómo una barbería puede marcar la deriva de la vida comunidad negra de Brooklyn. Esta semana, en esta primera fase de desescalada del Estado de Alarma en la que el Gobierno ha permitido que las peluquerías abran con aforo limitado y ciertas condiciones higiénicas, hemos tenido ocasión de comprobar en la vida real que su importancia no es un mito.
Para encontrarle una lógica a la decisión inicial de dejar abiertas las peluquerías hubo quien muy rápidamente echó mano de la retórica de los cuidados y recordó, sabiamente, que muchas personas mayores o con movilidad reducida solo pueden lavarse la cabeza en la peluquería. Pero no se trata ya de una cuestión de movilidad: muchas de esas personas mayores, por un motivo ritual que no tiene que ver con la pura necesidad, solo le confían el lavado de su cabeza a un profesional (un informe de la Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética Española señala que a medida que las mujeres se hacen mayores la frecuencia de visitas a la peluquería es mayor) . “¿Quién va a hacerle ahora los cardados a las señoras?”, bromeaban algunos.
Gente, hay muchas personas mayores o con movilidad reducida que solo puede lavarse la cabeza en la peluquería.
— Alana S. Portero (VelvetMolotov@masto.es) (@VelvetMolotov) March 14, 2020
Aunque estaba el caso ejemplarizante de otros países de la Unión Europea, como Bélgica, donde dejaron abiertas peluquerías y barberías bajo cita, finalmente el Gobierno dio marcha atrás y obligó a cerrarlas, pues podían ser un importante foco de contagio.
Sin embargo, en Italia, el espejo en el que se miró España durante muchas semanas, las señoras seguían concertando citas caseras con sus peluqueros de forma furtiva, motivo por el que algún alcalde puso el grito en el cielo: “¿Para qué queréis tener bien el pelo? ¡Si dentro del ataúd nadie os va a ver la cabeza!”.
Puede que esto sea cierto, pero en el camino hasta el cementerio es muy importante mantener la moral alta. Era algo que no se le escapaba a un estadista y estratega indiscutible como Winston Churchill. A pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial en el Reino Unido se paralizó la producción de cosméticos en aras de empresas más urgentes, él decidió hacer una excepción con el lápiz de labios al afirmar que su uso “levantaba el ánimo de la población”.
Que los humanos expresan su estado de ánimo interno a través de su aspecto externo es algo que hasta el antropólogo Juan Luis Arsuaga afirma: él ha defendido en varias ocasiones que una de las señales más evidentes de que los hombres del paleolítico (los cazadores-recolectores libres y nómadas) eran seres muy plenos es que eran (en sus propias palabras) ‘supercoquetos’. “Estaban llenos de adornos, llenos de cuentas, de plumas. La coquetería es un estado de ánimo. Cuando estás deprimido, lo primero que haces es dejar de arreglarte. Cuando te encuentras optimista y bien, sales a comprarte una camisa para salir de la tristeza”. O vas a la peluquería.
España es un país de peluquerías: según la asociación Stanpa hay una por cada 900 habitantes, el ratio más alto de Europa. De acuerdo con la Asociación de Trabajadores Autónomos, el 50% de estos establecimientos ha vuelto a abrir y todos han experimentado una avalancha de clientes. Este fenómeno no entiende de clases sociales. En Madrid, de lado a lado de la ciudad, desde la obrera Fuenlabrada, donde residen los Palomo, hasta el barrio de Salamanca (el segundo con mayor renta per cápita de la ciudad), las listas de espera de las peluquerías son ya de semanas. Al barrio de Salamanca acudimos el martes a la peluquería Tierra de Siena para comprobar si efectivamente, y como esta publicación adelantaba la semana pasada se cumplían los requisitos de la nueva experiencia (nada de revistas, superficies cubiertas con plásticos, mascarillas y guantes obligatorios). Abel Jover, uno de los profesionales de este establecimiento, nos contaba, en medio de un ambiente ciertamente poco festivo, que él ha retomado la actividad con miedo y que las conversaciones han girado de forma obsesiva en torno al virus: dos clientas anestesistas que han estado en primera línea estos dos primeros meses de pandemia en hospitales de la ciudad se desahogaron con él contándole historias durísimas. “Tenían el pelo reseco y dañado por las horas de llevar la coleta puesta y de ponerse alcohol para desinfectarse”. La experiencia, sin duda, ha cambiado: hablar con mascarillas de por medio y no poder comentar las últimas novedades del ¡Hola! genera cierta sensación de vacío. «Algunas clientas se quedan con la mirada perdida», decía Abel.
Hay una escena en la serie británica Fleabag en la que Phoebe Waller Bridge, la protagonista, le monta una épica bronca al peluquero de su hermana por haberla hecho llorar desconsoladamente tras un corte fallido, a lo que el peluquero en cuestión, llamado Anthony, le contesta: “No te pongas así. El pelo no lo es todo”.
Ella, encendida, le replica con un memorable soliloquio:
“El pelo. Lo es. Todo. Desearíamos que no lo fuese, para poder pensar en otra cosa de vez en cuando, pero lo es. Determina si tienes un buen día o un mal día. Estamos programados para pensar que es un símbolo de poder. Para pensar que es un símbolo de fertilidad. Alguna gente es explotada por tenerlo y a ti te paga tus malditas facturas. El pelo lo es todo, Anthony”.
A diferencia de Anthony, Fernando Palomo tenía muy clara su responsabilidad. Su hijo cuenta que estos días, en medio de todos los pésames que ha recibido, una de las clientas habituales de su padre le dijo entre lágrimas que nunca le agradecería lo suficiente lo mucho que la había ayudado a levantar el ánimo gracias a sus peinados durante una época de si vida en que enviudó y cayó en una depresión.
Las peluquerías son improvisados divanes donde la psicoterapia va incluida en el precio. Esto es algo que forma parte de su formación profesional ya desde los años sesenta, cuando se produjo el boom de los peluqueros estrella como Vidal Sassoon. En los setenta, las academias empezaron a darle rudimentos de esta disciplina a sus estilistas (de esa época forma parte el manual que puede ver bajo estas líneas).
En la actualidad, una de las peluquerías más distinguidas de Madrid, Peque, la misma a la que acuden Ana Botella o Esperanza Aguirre, sigue enviando a sus empleadas a ‘retiros’ en la Sierra, donde aprenden cómo dirigirse y tratar con sus clientes.
¿Por qué se crea esa intimidad tan especial entre el peluquero y la clienta? ¿Por qué las clientas le cuenta al peluquero cosas que no se atreverían a contar siquiera a su psicoterapeuta? La respuesta nos la da Andrés Arriaga, catedrático en psicología de la Universidad Europea de Madrid: “Todos necesitamos purgar aquello que nos hace sentir mal y si se lo contamos a alguien que no conocemos tenemos alguna certeza de que lo que comentemos sobre nuestras más hondas zozobras no va a ser aireado y además ninguna de las personas implicadas o los testigos de nuestros malestares se verá damnificada. Además, al no haber vínculos afectivos estrechos, se tiende a ser más honesto porque hay dos certezas: no vamos a ser juzgados por esa persona (y si lo somos, nos da igual) y no le vamos a hacer daño (y si se lo hacemos, no nos hemos dado cuenta). Para cerrar el círculo, le pagamos unos honorarios por los servicios prestados (sean éstos un buen corte de pelo o un puñado de mensajes que te ayudan a vivir mejor). En algunos casos, el intercambio a la catarsis emocional cobra forma de absolución. Padre, confieso”.
Arriaga afirma que este vínculo es muy parecido al que se forma entre el personal médico y los pacientes. “En cualquier profesión en la que, frente a frente, se establezcan vínculos de necesidad, se deban conseguir acuerdos, se solicite ayuda o se trate de manejar un conflicto, la psicología entre en juego”. A la vez, existe un curioso puente entre medicina y peluquería: en las barberías medievales nació la cirugía moderna. En la Europa de la Edad Media los barberos practicaban amputaciones, enemas, arreglaban roturas, extraían piedras del riñón, trataban heridas, drenaban forúnculos, sajaban quistes, limpiaban oídos, sacaban muelas y formulaban ungüentos. Ninguna de estas cosas es ya responsabilidad de los estilistas, que solo manipulan nuestro exterior, pero ahí, precisamente en ese exterior siguen cumpliendo otra función terapéutica: el tacto.
La revista Wired contaba esta semana la historia de Alice, una londinense de 31 años, que queda a escondidas con una amiga para saltarse las normas del confinamiento y darse un abrazo con ella en el jardín. Tenía algo que se llama “hambre de piel”, la necesidad biológica que los humanos sentimos por el tacto de otra persona. Una científica del Instituto de Estudio del Tacto de la Universidad de Miami, Tiffany field, contaba que sin tacto, los humanos nos deterioramos física y emocionalmente: “El tacto libera oxitocina, la hormona que se desprende también durante el sexo y el parto para crear vínculos entre nosotros”.
Esta crisis sanitaria está obligando a culturas como la nuestra, de natural toconas, a permanecer despegadas. ¿Dónde puede una persona que vive sola conseguir unas caricias reparadoras disfrazadas de lavado de cabeza? En una peluquería, por supuesto. Esta periodista, de hecho, consiguió roce humano por primera vez en cincuenta días gracias al esfuerzo de Abel Jover y su peluquería, Tierras de Siena.
“Quien nos lava el pelo, nos lo corta o nos lo tiñe, tiene sus manos sobre nuestra cabeza, una parte de nuestro cuerpo que apenas suele ser tocada por otros -más allá de situaciones de intimidad- y en la que, además, alojamos las emociones, las pulsiones, el intelecto y las funciones cognitivas”, explica Andrés Arriaga. ¿Cómo olvidar esa escena de Memorias de África en la que Robert Redford/Denys Finch Hatton le da un sensual masaje capilar a la baronesa Karen Blixen?
En la peluquería Tierra de Siena lavan cabezas desde el pasado lunes con las precauciones impuestas por el Ministerio de Sanidad: guantes y batas desechables y desinfección constante de las superficies. La peluquería Eiffel Paris no ha podido retomar su actividad. El padre de Fernando Palomo cerró su establecimiento siguiendo las indicaciones del Gobierno desde el 14 de marzo. Diez días después empezó a encontrarse mal y con todos los síntomas propios del virus: tos, dolores musculares, fiebres altísimas. El día 27 de marzo lo ingresaron en el Hospital de Fuenlabrada, donde no tardaron en tener que internarlo en la Unidad de Cuidados Intensivos. Allí estuvo tres semanas. Falleció el 16 de abril. Hacía solo un año que había terminado de pagar la hipoteca. Fernando Palomo hijo, que además de ser técnico de calidad en una empresa ferroviaria tiene una tienda informática, dice que está planteándose continuar con la peluquería de su padre. “Tendría que formarme, pero me enseñó a cortar el pelo. Aprendí muchísimo de él y sus clientes le adoraban. Muchos me dicen que seguramente yo haya heredado sus manos”. El patrimonio social y cultural que se crea en una buena peluquería merece la pena ser preservado.
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