Andrea Mosteiro: Historia de un cinturón negro
Una prometedora taekwondista dejó todo para irse con su novia: “Me intentaba convencer de que me gustaban los chicos. Pero qué va”
Es 2005. Andrea Mosteiro tiene 12 años y un cinturón negro. Compite por el campeonato gallego de taekwondo. Pelea, combate, lucha. Lo hace sola y en equipo. Y lleva toda la vida entrenando como si no hubiera un mañana. Cuando tenía tres años su madre la inscribió en este arte marcial. Años después le dijo por qué: “Lo quise hacer siempre yo y no tuve oportunidad. Es para que te defiendas por si te pasa algo, para que sepas lo que hacer si te ataca alguien, para que no estés nunca desprotegida a pesar de que no estés armada”. Con los años Andrea ganará campeonatos provinciales y gallegos, competirá en torneos internacionales y ganará opens en algunos. Será nombrada mejor deportista de Galicia. Seis años después, cuando tenga 20, se encontrará en la calle y sin dinero en un país extranjero, ya no practicará taekwondo, tocará fondo. La vida no es que sea rarísima, es que a veces va muy rápido.
Es 2021. Andrea Mosteiro tiene 28 años, vive en Andorra y trabaja en una gasolinera. Entre otros muchos, suministra gasolina a coches de alta gama de youtubers y estrellas de MotoGP. “Es alucinante esto”, dice al teléfono, “alucinante lo que ves, digo”. Ve cada día vehículos estratosféricos. La política fiscal de Andorra, donde se pagan muchos menos impuestos que en otros Estados europeos, incluida España, atrae a gente de muchos ingresos que prefiere repartir lo mínimo con los demás, aun a costa de irse a vivir fuera de su país. A Andrea le impresiona la desigualdad: apenas no hay clase media. Pero es feliz aquí. Llegó hace 10 años por amor. Habla de su vida con naturalidad y al mismo tiempo con distancia, al fin y al cabo sus 28 años son casi una vida de cualquiera. Estudiante primorosa y aplicada, se crio en Marín (Pontevedra) con su madre y sus abuelos maternos. Iba al colegio de la Inmaculada, de monjas. Cuando cumplió 14 años pasaron varias cosas, todas desgraciadas. Murió su abuelo materno (“ese abuelo era mi madre, mi padre, era todo”) y su madre emigró a Andorra para trabajar como camarera en un hotel. La cambiaron de colegio: se matriculó en el Sagrado Corazón, de curas. “Primero las monjas y luego los curas. ¿Qué querían? Salí como salí”.
De adolescente iba todas sus vacaciones a Andorra para visitar a su madre. Allí conoció a la jefa de su madre, al mismo tiempo la mejor amiga de ella; esa mujer también tenía una hija, así que todos los planes eran compartidos. Viajaban, comían y dormían juntas. Un año esa chica fue a Galicia para pasar un mes de verano con Andrea. Salieron de fiesta, hicieron el tonto, se dieron un beso. Andrea lo llama “un beso tonto”. Los besos tontos han sido uno de los motores invisibles de la civilización, un consistente acelerador histórico. Y ese beso tonto que se dieron Andrea y su novia reventó la vida de las dos. Andrea se preguntó: “¿Me gustan las chicas? ¿Es la primera vez que me gusta una?”. No lo era. Había tenido deseos antes, pero un deseo fugaz que ella misma espantaba diciéndose a sí misma: “Déjate de tonterías, Andrea. A ti te gustan los chicos. Me intentaba convencer pensándolo. Pero qué va”. Se besó con esa chica, ella con 17 y la otra con 13, y los siete días que faltaban de vacaciones los pasaron enrollándose. Sus familias no estaban al tanto: con ellas seguían siendo las mejores amigas; para sus amigos, eran pareja.
Pasaron unos meses, volvieron a verse y al final Andrea decidió que ya estaba bien: se presentó en Andorra y empezó una relación con su primera novia. Dejó Galicia, dejó de estudiar. Tenía dos intereses profesionales, dedicarse a la organización de eventos o trabajar como asistente social y ayudar a refugiados de guerra, grupos vulnerables, huérfanos… En Andorra no tuvo la posibilidad. Trabajó en lo que iba encontrando. Y, sobre todo, escondió su amor. Hasta que eligió dejar de hacerlo y saltar todo por los aires cuando decidieron las dos salir del armario. Una parte de su familia se lo tomó bien, muy bien, más de lo que pensaba porque creía que con su padre podía tener problemas. Le costó muchísimo contárselo y cuando lo hizo solo se encontró cariño, apoyo y comprensión. Para otra parte de la familia, sin embargo, el shock fue tal que la reacción inicial fue plantarla fuera de casa y airear supuestos problemas de drogas que no existían.
Con el tiempo las cosas se arreglaron con su familia. En la calle apenas ha tenido disgustos. Miradas, comentarios de “bollera” de vez en cuando… No tiene por qué aguantarlo, dice, pero lo que con 18 años le daba un poco de miedo, con 28 ninguno. Aquella primera novia se acabó, hubo una segunda y hoy sale con Cristina, de la que está perdidamente enamorada desde hace un año y medio. El 24 de julio, la taekwondista española Adriana Cerezo ganó la primera medalla de los Juegos para España. Tiene 17 años. El entrenador de Andrea, Ángel Torres, le solía decir que si llegaba al centro de alto rendimiento de Sant Cugat podría tener plaza para Londres 2012. “Me vine a Andorra y lo tiré todo por la borda. Cero amargura y cero pena. Lo hice porque me lo pidió el corazón, y aquí tengo una vida tranquila, curro, chica y soy feliz. Las cosas pasan y ya está”.
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