Matthew Wong, un Van Gogh para el mercado del siglo XXI
Los coleccionistas aupaban al artista canadiense de 35 años, aunque nadie esperaba que sus exuberantes visiones de un mundo imposible fueran a multiplicar sus precios por 75 un año después de su suicidio
Matthew Wong (1984-2019) murió antes de que el mundo se enterase de que algunos de los coleccionistas más influyentes ya adquirían su pintura y lo convertían en un fenómeno de éxito meteórico. Se suicidó a los 35 años, en octubre de 2019, un año después de su primera exposición individual en Nueva York. Han pasado dos años de aquella muestra en la galería Karma y sus cuadros han multiplicado su precio por 75. Entre las nueve obras expuestas, las críticas señalaron el cuadro The Realm of Appearances como la referencia indiscutible. Entonces se vendió por 20.000 euros. Hace unas semanas volvió al mercado, en una subasta de Sotheby’s, y fue vendida por 1,5 millones de euros, en una tensa puja en la que participaron 59 coleccionistas de 16 países distintos. Las mejores previsiones apuntaban a 60.000 euros por este paisaje de un rojo enfurecido, limitado por las montañas de un horizonte añil y una enorme luna.
El último capítulo de estas visiones esotéricas, tiernas y melancólicas que forjan la excepcional historia de este artista autodidacta -que empezó a pintar en 2012 y expuso por primera vez en 2016, en Hong Kong-, se cerró unos días después la venta de Sotheby’s. La casa de subastas Phillips había marcado un tope de 70.000 euros para el óleo Warmth (2017), que casi alcanzó los 300.000 euros. La multimillonaria familia Lauder ya figuraba entre su incipiente base de coleccionistas antes de su muerte. Lisa Schiff, una de las asesoras de compra de arte contemporáneo con mejor reputación, asegura haber vendido a sus clientes más de una decena de sus pinturas. La demanda de estos paisajes de lo invisible, tan expresionistas, no ha dejado de crecer y en el mercado primario los wong son imposibles de obtener. Murió mientras organizaba la siguiente cita, titulada Blue (inaugurada el pasado noviembre).
Wong noqueó a los críticos con su primera individual neoyorquina. Uno de los más famosos, Jerry Saltz, Premio Pulitzer, escribió en Vulture: “Es uno de los debuts más impresionantes que he visto en Nueva York en mucho tiempo”. Saltz calificó su trabajo como “místicamente postimpresionista”. Van Gogh es el nombre con el que se vincula -con obstinación- a Wong, nacido en Toronto, residente de Hong Kong entre los siete y los 15 años, y fallecido en Edmonton (Canadá). Eric Sutphin, crítico de Art in America, insistió en esta idea por la exuberante paleta de colores que empleó este paisajista de la psique y dijo de Wong que era “una especie de nouveau Nabi”, por el grupo de pintores postimpresionistas de finales del siglo XIX. Por su parte, Benjamin Klein recordó que Vincent escribió a su hermano Theo que su objetivo no era expresar una melancolía sentimental, sino una profunda tristeza. “Matthew Wong hizo eso en su demasiado breve paso por este mundo”, escribió en Border Crossings.
El ánimo atormentado
Licenciado en antropología cultural por la Universidad de Michigan, en 2007, completó una maestría en Bellas Artes en fotografía, en 2013, en la Universidad de Hong Kong. A los 16 años los médicos le diagnosticaron el síndrome de Tourette, una afección del sistema nervioso que provoca a las personas que lo sufren espasmos, movimientos o sonidos involuntarios. Además, era autista y luchó contra la depresión desde la infancia, tal y como reconoció su madre, Monita Cheng, a The New York Times. Matthew le decía que en su mente “peleaba con el diablo todos los días, en cada momento de mi vida”.
“Intentó trabajar en varias cosas pero siempre había problemas. Sus habilidades personales eran muy, muy malas”, señaló su madre a la CBC News. Su hijo, dijo, sufrió mucho por sus problemas mentales, pero también disfrutaba con su carrera artística. “Quería ser reconocido como un gran artista canadiense”, añadió a la cadena Monita Cheng. Ahora gestiona la obra de su hijo a través de la Matthew Wong Foundation, junto con su marido Raymond Wong. La familia no ha querido responder a las preguntas de este periódico, porque “el fallecimiento de Matthew es muy reciente y doloroso para nosotros”. “La suya es la increíble historia de un artista joven y de gran talento que comenzaba a ser reconocido por los principales críticos de arte, coleccionistas y curadores de museos”, indican.
En una entrevista de 2013 que concedió al blog Studio Critical, dijo que había comenzado a aprender a dibujar y pintar en 2012. Por entonces todavía trataba de ver “qué hacía la pintura”. “En el centro de mi práctica está explorar la materialidad de la pintura y luchar por producir una superficie que dé una sensación de espacio y estructura”, explicó en la misma entrevista. A Will Heinrich, el crítico del The New York Times, este aspecto le perturbó: dijo de sus paisajes que estaban compuestos de manera convencional, pero “gloriosamente extraños”. Comparó con sarcasmo al pintor con un ilustrador, dada la obsesión del joven por un vivo sentido del color. Tras las cornadas, Heinrich alabó la obra, gracias al tratamiento inquietante y tosco de la figura humana, que le da a su “puntillismo psicodélico el poder de impactar”.
El mercado no le dejó ser un simple aficionado por mucho tiempo. Pero el salto lo dio en Facebook. Como él mismo reconoció, esta red le “sacó del aislamiento” y puso sus imágenes en circulación. Además, conoció al galerista John Cheim, al que le pidió que le recomendara una marca de óleo. Quería empezar a pintar. Cheim, más adelante, publicó en su cuenta de Instagram el trabajo de Wong. Y fue así como Matthew Higgs, el director de la galería White Columns de Nueva York (conocida por ser escaparate de artistas emergentes sin galerías), descubrió la obra del artista y la expuso, en una colectiva en verano de 2016. La vida de Wong ya no volvió a ser la misma. Allí conoció a Brendan Dugan, el fundador de Karma, que se convirtió en su galerista.
Pintó muy poco tiempo pero fue muy prolífico: en su catálogo razonado hay cerca de 1.000 obras entre pinturas y trabajos sobre papel. Llegaba pronto al estudio y salía muy tarde. Completaba las pinturas en dos o tres días: “Debo priorizar el movimiento y la experimentación sobre la adquisición del virtuosismo”, dejó escrito.
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