Europa, capital Sulina
Al final del delta del Danubio se halla el cementerio cosmopolita y la playa turística de una ciudad olvidada donde se ensayó un antecedente de Unión Europea en el siglo XIX
Quedan unos metros ya, la recta final de un viaje de costa a costa en Europa. Son las cinco de la mañana y falta poco para que salga el sol. Caminamos por el sendero que lleva a la playa. Un grupo de perros abandonados se ha unido a nosotros al salir de Sulina, el último pueblo del delta del Danubio. Nos escoltan como si quisieran asegurarse de que alcanzaremos el destino, 14 días después de salir de Ostende, en el mar del Norte.
Hemos dejado Bucarest la mañana anterior en dirección a Tulcea, la ciudad donde termina la carretera. No podíamos seguir en coche. Nos embarcamos en una lancha. Viajaban con nosotros dos parejas y un niño. Los hombres bebían cerveza. Una de las mujeres explicó que otros veranos había estado en Barcelona y en París. “Este año nos quedamos en Rumania”, dijo.
El Danubio, que nace en la Selva Negra, 2.800 kilómetros más arriba, se divide en su delta en tres ramas. La norte, la más caudalosa, marca la frontera con Ucrania. La sur desemboca en el pueblo de San Jorge. Nosotros circulamos por la rama central, que es la principal vía de navegación. Son 68 kilómetros entre Tulcea y Sulina: una hora y media en lancha por la autopista líquida que conecta los puertos danubianos en Rumania con el mar Negro y el mundo.
Sulina es el fin del continente: otro finis terrae. Y es la milla cero, literalmente, de un río que cuenta la historia de Europa. Por la tarde, a pleno sol, el paseo junto al muelle está vacío. Una sala de juegos, un pub irlandés, terrazas, lanchas que llevan a los turistas de excursión, pescadores. Un skyline desconcertante: casas ruinosas de vago estilo vienés y edificios de pisos que podrían pertenecer a un barrio periférico de una ciudad del bloque soviético. También hay algo de puerto fluvial en el trópico, olvidado en el tiempo y en el espacio, como en una narración de García Márquez o de Graham Greene.
“En invierno, esto es jodidamente deprimente”, dice Cristian Balea, un hombre que, como muchos de su generación y en su país, ha pasado por España. “Majadahonda, Aviación Española, Leganés, Lavapiés…”, recita. Es la lista de los lugares en los que vivió en Madrid. Sus padres desembarcaron en Sulina en 1973 para trabajar en la planta conservera. El edificio abandonado sigue en pie, tétrico y gris, para dar la bienvenida a quienes llegan por el río a la entrada del pueblo, un sedimento de la era Ceausescu en medio de algunos de los paisajes más deslumbrantes de Europa, reserva de la biosfera y patrimonio de la humanidad.
Cristian Balea es el pintor oficioso de Sulina. Pinta edificios y paisajes. Se sienta junto a un muelle y esboza un dibujo de San Pedro y San Pablo, dos calles más allá, la iglesia de los lipovanos, una minoría de origen ruso que en el siglo XVIII se instaló en el delta. Después le pasa el dibujo a Livia, una muchacha a la que da clases de pintura, y ella lo completa con acuarelas.
Suena un móvil. Alguien quiere alquilarle a Cristian Balea un apartamento para pasar las vacaciones. “Me llama todo el mundo. ¿Tienes habitaciones? ¡No! ¡Está todo lleno!”, comenta Balea después de colgar. En otras circunstancias, muchos rumanos habrían pasado las vacaciones en Grecia o en Turquía (o en Barcelona o en París). Pero este es el año del turismo interior.
La calma de la tarde en el muelle es engañosa. Estaban todos en la playa. Por la noche, los turistas pasean y llenan los restaurantes. Algunos llevan máscaras; otros, no. En el hotel Delta Palace, en una antigua residencia para los trabajadores de la conservera, no paran de llegar clientes.
“Mucha faena. Mucha gente”, dice en castellano Veronica Niga, una mujer de la Bucovina que vivió 15 años en Barcelona. De la noche a la mañana decidió regresar a Rumania. “Fue muy duro. Empecé una vida nueva”, explica. Guarda un recuerdo imborrable de Barcelona, donde tiene hermanos y un sobrino, Jordi. Los nombres de la geografía barcelonesa suenan como una melodía dulce y evocadora para ella. Fabra i Puig, Sagrada Familia, María Cristina... ¿Volver? “Ya, pero, ¿de qué vas a trabajar? ¿Quién te hará un contrato ahora?”
Por el Danubio baja un buque turco: 120 metros de eslora y 16,4 de manga, con capacidad para transportar 8.639 toneladas. Es el Garip Baba, procedente de Galati, río arriba, y rumbo al puerto turco de Gemlik, en el mar de Mármara.
Hay tres kilómetros y medio desde aquí hasta el mar, la última recta, a pie, de un trayecto de unos 3.500 kilómetros en coche, tren y barca.
Para llegar hay que pasar por la catedral ortodoxa de San Nicolás y Alejandro, fundada en 1910 por Carol I de Rumanía, de la casa Hohenzollern-Sigmaringen, un rey nacido en Sigmaringa, a orillas del Danubio naciente. “Es la primera iglesia que ve el sol en la Europa continental”, nos explica el sacerdote Macaila Marian. Durante el confinamiento, Marian ofició en solitario, con la única compañía de un cantor. “Aquí no tenemos casos de coronavirus”, observa. “De momento”.
Más allá de la catedral, un palacete de otro tiempo. Enfrente, un busto: “Sir Charles A. Hartley, 1825-1915. El ingeniero jefe que trabajó para hacer la última parte del Danubio navegable”. En la fachada, un cartel: “Administratia Fluviala a Dunarii de Jos” (Administración fluvial del Danubio inferior). El edificio albergó hasta 1948 la sede en Sulina de la Comisión Europea del Danubio, creada en 1856 al final de la Guerra de Crimea.
El delta era entonces una zona salvaje, y Sulina una aldea polvorienta que era nido de aventureros y forajidos, un auténtico Far West a la europea, o más exactamente un Far East: su Lejano Oriente. La Comisión debía pacificar la región y garantizar que la desembocadura fuese navegable. Y todo esto, por medio de regulaciones aceptadas por todos, con costosas obras de infraestructura, con una fuerza para imponer la ley y el orden y con una administración común en la que trabajaban personas de decenas de nacionalidades, aunque los Estados miembros eran siete: Gran Bretaña, Francia, Prusia, Austria, Rusia, el Reino de Cerdeña y el Imperio Otomano. Diez países, incluida España, tuvieron en algún momento cónsul en Sulina, que contó con 7.000 habitantes a principios del siglo XX; en el censo de 2011 eran 3.661.
“Un mosaico de razas. Todas las naciones, todos los tipos, todas las lenguas”, resumía un personaje de Európolis, la novela ubicada aquí que, bajo el pseudónimo de Jean Bart, publicó en 1933 el rumano Eugeniu Botez. La Comisión era “un Estado en miniatura”, se lee en Európolis, y Sulina, “una Europa en miniatura”. El historiador Constantin Ardeleanu, autor de The European Commission of the Danube, 1856-1948, corrobora al teléfono: “En los procedimientos y la burocracia, era similar a cómo funciona la Unión Europea hoy”.
A la salida del pueblo, en el Cementerio Cosmopolita de suelo arenoso y lápidas multilingües (rumano, alemán, griego, hebreo, italiano, árabe, francés, inglés...), reposan empleados de la Comisión Europea del Danubio como William Simpson, que murió el 28 de abril de 1870 a los 46 años. O un tal Thomas Bullen, muerto “de repente en el mar entre Constantinopla y Sulina el 22 de mayo de 1887 a los 39 años”. Aquí yacen los tres hermanos de apellido Buiacich y fallecidos, respectivamente, a los siete días, a los cuatro meses y a los dos años entre 1915 y 1918.
Novelas posibles
Hay un sector turco en el cementerio. Y otro judío: “Simon Braunstein, 17 de mayo 1924, 67 años; Ernestina Braunstein, 5 de julio 1924, 66 años; Moise Goldenberg, 1917, 56 años...” E incluso la tumba de un pirata, con el símbolo de la calavera, y la de una princesa, “Ecaterina Moruzi, sobrina de Ioan Sturza, voivoda de Moldavia, nacida en Constantinopla en el año 1836-Sulina 29 de diciembre de 1893”.
El camposanto es la foto exacta de este rincón, su epopeya. “Cada cementerio es un epos ininterrumpido, que genera y sugiere todas las novelas posibles”, escribe el triestino Claudio Magris en las páginas finales de El Danubio, que he llevado en el bolsillo durante estas semanas. “Sulina es un símbolo del desalojo, del abandono, un estudio de cine donde las secuencias han sido filmadas hace tiempo, y la troupe, al irse, ha dejado allí escenarios, trajes y decorados que ya no servían”, describe Magris en esta obra publicada en 1986, cuando el telón de acero partía Europa en dos.
Está a punto de amanecer, no quedan más que unos metros para el mar Negro, los perros de Sulina nos siguen acompañando, y pienso en este extraño viaje. Un movimiento perpetuo cuando Europa está quieta o desplazándose con cautela. Una crisis económica que ya está aquí, pero que aún queda medio tapada por el temor a la pandemia. Una gradación en la relación con el virus según los países, que se refleja en las medidas de protección: más severas en el sur y en el este, menos en el norte. Un goteo de noticias sobre más casos y más focos a medida que avanzábamos. Una unidad europea que resiste: la tejió la historia con sangre y lágrimas, y que ahora la tejen los inmigrantes, los estudiantes, los turistas que han ido y venido estos años, y, sí, las instituciones comunes que alguien soñó hace más de un siglo en estos mismos parajes. Aunque la covid-19 nos aleja —las fronteras están abiertas, pero la reticencia a viajar persiste—, también crea una simpatía, una afinidad.
Antes de llegar, había imaginado una playa desierta, un paraíso secreto en este confín de Europa. Encontramos una playa llena de tumbonas y parasoles de alquiler. Podría ser cualquier ciudad turística de la costa mediterránea. Son las 5.36, sale el sol y los últimos fiesteros se marchan. El mar es poco profundo. El agua, oscura, no invita a sumergirse. Y en la arena, entre colillas, botellas vacías de vodka, de vino y de cerveza, un trozo de papel azul, sucio y arrugado: una mascarilla.
Referencias
‘Europolis’, Jean Bart (Eugeniu Botez); ‘The European Commission of the Danube, 1856-1948. An Experiment in International Administration’, Constantin Ardeleanu (Brill); ‘El Danubio’, Claudo Magris (Anagrama, traducción de Joaquín Jordá).