El “ángel” de Trieste Centrale
En una plaza ante la estación, cada tarde Lorena Fornasir espera a los inmigrantes recién llegados a la ciudad fronteriza desde los Balcanes y les lava y cura los pies
Fronteras, confines.
“No son lo mismo”, dice Monika Bulaj, fotógrafa y escritora, triestina de Polonia o polaca de Trieste, viajera. “La frontera corta, divide, es un muro. El confín es una zona de encuentro y de paso, de intercambio. Intuitivamente, yo siempre he ido a los confines”.
¿Qué es Trieste? ¿Frontera o confín? ¿Y Europa?
A los 18 años, Bulaj ya viajaba de Polonia a España, desde el otro lado del telón de acero, en autoestop. Ahora tiene 54. Su trabajo —publicado en libros como Genti di Dio. Viaggio nell’altra Europa— la ha llevado en busca de las minorías en los confines de Europa y en busca de experiencias espirituales colectivas en Haití o Cuba, o a Irán y Afganistán. El mundo eslavo, que es el suyo, lo tiene a veinte minutos en bicicleta. Cuando puede, sale a navegar con un pequeño velero o se sube a un mercante rumbo a Oriente. El virus golpeó Italia y ella se encontraba en Sierra Leona. Volvió, pasó el confinamiento en los montes de Bérgamo y lo documentó.
“Venid”, dice mientras entramos por un hueco en la valla de la vieja estación de Campo Marzio. Vías muertas, malas hierbas, automóviles chamuscados y convoyes de la Gran Guerra. La estación albergó una exposición de trenes; ahora está cerrada, en proceso de restauración.
“Yo en Trieste escribo y espero a la bora”, afirma Monika Bulaj mientras pasea entre los trenes oxidados. La bora es el viento que azota Trieste y que conforma su carácter. “Mi vida”, añade, “está en otro lugar, en el gran libro del mundo, que en este momento está cerrado”.
En un descampado junto a las vías, tres familias tienen aparcadas sus roulottes desde febrero. Fue entonces cuando se suspendieron las ferias y estas familias, acostumbradas a ir de ciudad en ciudad con sus carruseles y otras atracciones, se confinaron. Parecen varadas en este terreno a cuatro pasos del centro turístico de Trieste, a la espera de que alguien se acuerde de ellos.
“Los espectáculos itinerantes están bloqueados. Todo se ha parado”, dice Giorgia de Franceschi durante la sobremesa, al aire libre, junto a su vehículo. A mano derecha, el Adriático. A mano izquierda, los montes del Carso. Y al fondo, las grúas del puerto, que ha sido noticia por las inversiones de China y el deseo de este país de convertirlo en una de las cabezas de puente a Europa para su Nueva Ruta de la Seda.
¿La austrohúngara Trieste, de nuevo, puerto imperial? Por ahora, es el punto de entrada de inmigrantes que llegan por decenas después de días a pie por Croacia y Eslovenia.
“Unos setenta migrantes localizados en el Carso. La nacionalidad es afgana y paquistaní. Entre ellos, también menores. Lanzados procedimientos de identificación y cuarentena contra la covid”, dicen los titulares del diario local Il Piccolo. El mismo día, otro grupo ha logrado pasar. Son medio centenar. Algunos, seguramente menores. Otros, veinteañeros. Se han congregado en una plaza ajardinada frente a la otra estación de la ciudad, Trieste Centrale, de donde parten los trenes a Venecia, Roma o Milán. Se acercan con curiosidad y forman un corrillo. Chapurrean el inglés y explican su periplo, que para algunos empezó hace años en Afganistán o en Pakistán, y les llevó por Irán y por Turquía, antes de la parada final en Bosnia-Herzegovina, antesala de la UE. Cuentan que han caminado una veintena de días desde el campo de Bihac por bosques y caminos, la policía en los talones, los zapatos gastados, los pies heridos. Quieren ir a Francia, donde tiene parientes o piensan que tendrán más oportunidades. ”No water, no food”, dice un adolescente. “Hermano, ¿tienes unos zapatos?”.
Europa también son estos muchachos, una comunidad invisible y supranacional, verdaderos creyentes en una idea europea que en carreteras y ciudades topan con miradas de desconfianza. “El europeo medio quiere estar tranquilo. Todo lo que le saque de la normalidad le inquieta”, nos cuenta Anna Rastello, que con su pareja, Riccardo Carnovalini, caminó de octubre de 2018 a octubre de 2019, entre el Piamonte y Trieste, por 22 países. En el Oeste se cruzaron con caminantes y ciclistas; en el Este; con migrantes. “El viaje nos ha revelado un continente inhóspito, incapaz de acoger, de sonreír, de sentir curiosidad”, describe Carnovalini.
Y nosotros los hemos visto más veces a estos muchachos durante el viaje. No a los mismos de Trieste, sino a otros que podrían ser sus primos o hermanos. Tres días antes, en Davos, por ejemplo, donde cada invierno los poderosos discuten sobre el destino del mundo, y donde saliendo del pueblo llegamos a un antiguo hotel alpino entre abetos y prados: un centro para menores no acompañados y familias en el país de Heidi. Acogía a 89 personas, entre ellos 11 menores que entraron solos a Suiza. Venían de Afganistán, Siria, Somalia, Eritrea, Etiopía o Turquía. Todos pendientes de un estatus definitivo en Suiza.
No hubo casos de coronavirus entre los refugiados de Davos. Cinco familias fueron a vivir a apartamentos prestados por ciudadanos locales y así liberaron espacio para los niños que se quedaron. “A algunos les pudimos dar habitaciones individuales y experimentaron lo que es vivir solos, con privacidad”, dice Michèle Stephani, responsable del centro.
En un pasillo de este chalé suizo, Ilimi, somalí de 14 años, y Mani, kurdo de 11, jugaban con el teléfono en un pasillo. En un aula, otros niños y niñas recibían clase de break dance. Barkhad, somalí de 15 años, abrió la puerta de su habitación y nos explicó que eligió Suiza porque quería ser futbolista y en el país alpino tendría más oportunidades de jugar en primera división que en Francia o España. Ahora juega como delantero centro en el equipo júnior del FC Davos. ¿Su equipo favorito? “El que gane”.
Los afganos y paquistaníes de la plaza de la estación Trieste Centrale no han llegado a esta fase. Les queda un trecho y no es seguro que acabe en éxito. Lo urgente es aliviar el hambre y el dolor de pies.
En la plaza hay una estatua. En el pedestal, solo un nombre: “Elisabetta”. Es la emperatriz Sisí, que también lo fue de Trieste cuando era un puerto de Austria-Hungría.
A media tarde, llega una mujer con aire de gran dama burguesa. “Un ángel”, la define Monika Bulaj, que nos la presenta. Se llama Lorena Fornasir. Va con mascarilla y guantes. Abre un botiquín con gasas, pañuelos, agua oxigenada y Connettivina, una crema para reparar los tejidos de la piel. Se arrodilla junto a un banco. Uno tras uno, los inmigrantes se sientan, se descalzan, con timidez le ofrecen los pies. Bajo la mirada de Sisí, ella los lava y los cura con mimo y devoción. Quizá por primera vez en meses o años, alguien les cuida.
“Cuando curo los pies, ante todo me inclino”, dice Lorena Fornasir. “Porque los pies son la parte más baja de una persona y, al mismo tiempo, lo que la sostiene. Al inclinarme, puedo volver la mirada hacia el otro. Y en este espacio entre yo y él, entre lo bajo y lo alto, sucede algo difícil de decir. Una empatía, un reconocimiento. No hacen falta palabras. Cuando toco los pies y los lavo y veo cómo está la herida, entro en gran intimidad. A menudo ellos se avergüenzan. Pero me conceden un don al permitirme tocarles, curarles y entrar en esta intimidad, un poco como una madre con su niño pequeño. Lo primero que se toca en un niño son los piececitos, las manitas. Todos estos gestos, banales, devuelven algo al mundo, una fuerza. Sin los pies, estos muchachos no pueden continuar caminando. Y quieren seguir caminando. Los pies son fundamentales. Y los preciosísimos zapatos.”
Referencias
‘Genti di Dio. Viaggio nell'altra Europa’, Monika Bulaj (Frassinelli)