Juan Marsé en su cine de barrio
No fue un novelista social o un escritor de denuncia. Iba a su bola. Entendió desde el principio que el séptimo arte no era solo técnica narrativa
Pronto hará 15 días que murió Juan Marsé. Me sumo al coro de los que han llorado la pérdida del amigo, pero ahora que la conmoción va menguando, me gustaría decir algo sobre el escritor.
Desde una perspectiva historicista, la cosa no es fácil. Por edad, Juan Marsé hizo de puente, o de eslabón, entre la generación de los Benet, García Hortelano y Ferlosio y la mía. Por razones geográficas, sus contemporáneos y amigos fueron sobre todo poetas de Barcelona: Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo. En este grupo, Juan Marsé era un desclasado, aunque desde el punto de vista literario las diferencias de clase en España no suelen ser relevantes, porque la educación, especialmente la de aquellos años, era muy igualitaria: todos salíamos del colegio sin haber aprendido nada. Por lo demás, la obra de Juan Marsé hunde sus raíces en el mundo de la marginación y el proletariado de un modo más aparente que real. En mi opinión, Marsé no fue lo que se suele llamar un novelista social o un escritor de denuncia. Iba a su bola.
No hay que ser muy perspicaz para detectar la influencia del cine en la obra de Marsé. Explicar el mecanismo de traslación ya no es tan fácil. En un artículo reciente (Babelia, 25 de julio) Antonio Muñoz Molina desarrollaba esta tesis con el acierto de quien sabe de lo que está hablando. Añado ahora una observación para corroborarla. Muchas novelas de Marsé fueron llevadas al cine. Ver o volver a ver en la actualidad esas películas demuestra el peligro a que se expone el que cree ingenuamente que Marsé contaba aventis, es decir, que sus historias podían pasar tal cual a la pantalla. La palabra aventi ya debería avisar del doble juego: la inocencia impostada y la disimulada sofisticación. Al contar la peripecia se pierde lo esencial.
Con el instinto de un narrador nato, Marsé entendió desde el primer momento que el cine, especialmente su cine, es decir, el de los años dorados de Hollywood, no era sólo una técnica narrativa, sino muchas cosas más y que contar por contar no basta.
Trataré de aclarar lo que intento decir con un ejemplo al alcance de todos. En una película tan paradigmática como Casablanca, el argumento no se sostiene por ningún lado: ningún espectador entiende quién manda en Casablanca; nadie sabe qué fue a hacer Rick a la Guerra Civil española acompañado de un pianista negro; nadie sabe por qué Victor Laszlo, que parece tonto, es tan peligroso, y, por supuesto, nunca existieron unos salvoconductos irrevocables, y menos con el nombre del beneficiario en blanco. Sin embargo, es difícil escapar a la fascinación de esa historia pueril de amor, intriga y heroísmo, y frases como “Siempre nos quedará París” o “Éste es el comienzo de una hermosa amistad” nos acompañan toda la vida, aunque no quieran decir nada. Porque todo eso, improbable y ridículo, fue en su momento el romanticismo del pobre, y todos los niños de aquella época, en España, éramos pobres, al margen del poder adquisitivo de nuestros respectivos hogares.
Este raro efecto de la imagen que perdura en la memoria, desvinculada de la realidad, es el mundo de Marsé. El que él habitaba y el que supo transmitirnos de un modo tan auténtico, que surte efecto en cualquier parte del mundo, sean cuales sean las circunstancias personales del lector. En la escueta escenografía de su barrio y con un elenco de perdedores, Marsé contó una y otra vez el pequeño drama universal y eterno de comprobar que las imágenes del cine son muy frágiles cuando topan con la cruda realidad. O cuando uno se hace mayor y descubre que no nos queda París, que las amistades se diluyen cuando van mal dadas y que el cine de barrio ya ha cerrado y no volverá a dar sesiones dobles.
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