El monte gallego pide otra oportunidad
Los incendios destruyen bosques plantados hace veinte años por comunidades que los cuidaban y vigilaban y que vieron arder dos décadas en unas horas
Elvira Fernández, una mujer mayor, llevaba siempre cerillas en el mandil porque le encantaba prender fuego a lo que fuese, desde envases hasta cuatro papeles que viese por ahí tirados. Se sentaba frente a las llamas comiendo gusanitos de maíz, hasta que un día se le fue de las manos y terminó plantándole fuego al monte de O Castro, en Pontevedra. De ese monte procede un suceso recordado en la ciudad y alrededores. En O Castro vivía hace años un matrimonio instalado en una chabola. Eran alcohólicos: el hombre, que había sido empleado de Celulosas, cambiaba a los chicos que iban por allí a hacer botellón llaveros por vino. Eran llaveros con lupa, y con el logo de Ence-Celulosas, que varios jóvenes utilizaban, ya borrachos, para hacer fuego con los rayos de sol. Así, jugando, terminaron quemando sin querer la chabola del matrimonio.
Delincuentes homicidas
Hay muchos casos estúpidos detrás de la tragedia de un incendio, a veces tantos como fuegos, y muchos puramente criminales. Es probable que hubiese una mezcla de ambos el domingo día 15 en Galicia, pero fueron los segundos, los incendios provocados por delincuentes, los que mataron a cuatro personas, arrasaron aldeas y pusieron en jaque a la mayor ciudad gallega. “Es relativamente fácil saber cuándo un incendio es intencionado: si el origen está al borde de una autopista, si está cerca de un núcleo de población, si se produce a favor del viento”, explica el director general de Montes de la Xunta de Galicia, Tomás Fernández-Couto.
Juan Picos, director de la Escuela de Ingeniería Forestal de la Universidad de Vigo, se encontraba hace una semana en el Ayuntamiento de Arbo en un congreso forestal galaico-portugués. Viendo, sobre el terreno, la evolución de las labores de restauración hechas en la zona tras los incendios de 2006. De vuelta a casa se cruzó con los fuegos en la frontera del país de sus colegas y luego a las puertas de su casa. Su preocupación era tanta que no pudo dormir: se quemaban plantaciones dirigidas por él hace 20 años, trabajos en comunidad realizados con vecinos y comuneros, y muchos de sus alumnos de Forestales servían en las brigadas de extinción. “Se habla de los que tienen el monte descuidado, de los que no limpian sus parcelas, pero el fuego no distingue entre quienes cuidan de sus bosques y quienes no: lo ha arrasado todo, y uno de los trabajos más importantes ahora es el de restablecer la confianza con tanta gente que ha dedicado 20 años de su vida a plantar y cuidar un monte. Volver a ponerlos de acuerdo y decirles que merece la pena. Porque esto no es comprar acciones, venderlas y ganar dinero. Si plantas un eucalipto en la zona más productiva tienes que esperar 15 años para ver un euro. Eso también ha ardido”, dice Picos.
Vegetales incandescentes
Los incendios y Facebook han dado vida a un documental de 1978, O monte é nosso, de Llorenç Soler. En él, vecinos de una frondosa parroquia pontevedresa, Santa María de Xeve, cuentan a la cámara cómo la dictadura les quitó el monte, le dio la gestión al Ayuntamiento y éste lo utilizó como cultivo primero de pino y luego de eucalipto, más barato, de acuerdo a las necesidades de la fábrica Ence. Se había acabado allí, entre otras cosas, el ganado. Décadas después, la expansión de esta especie es brutal: la Xunta calculaba 245.000 hectáreas para 2032 y en 2017 ya lleva el doble. ¿Arde bien? “En condiciones extremas”, dice Fernández-Couto. “Restos de eucalipto, de pino, de matorral, de vegetales incandescentes. Necesitamos una mejor ordenación del espacio. Hay normas de previsión de plantaciones, distancias, márgenes de ríos, en vías de comunicación. Es importante cumplirlas para que la discontinuidad en el territorio tenga efecto”. Juan Gorostidi es auditor de gestión forestal sostenible y trabaja en proyectos de ordenación de montes. “En Trabada (Lugo), si arrancas una motosierra en medio del monte tienes al segundo a cuatro vecinos encima. Porque vigilan los montes, saben su valor, viven de ellos y los cuidan. ¿También hay incendios ahí? Desde luego. Pero la incidencia y la gravedad son muchísimo mayores en montes abandonados”, explica. A esa clase de vecinos es a la que hay que convencer, dice Picos, de seguir cuidando el campo. “Urge empatizar con ellos, urge dirigirse a esas personas y comunidades de montes que llevan años dedicándose en cuerpo y alma a mantener un bosque y han visto en unas horas todo hecho cenizas”. “El problema hay que afrontarlo no sólo desde el análisis de las causas de los incendios. Hay 3.000 incendios al año en Galicia, por distintos motivos”, concluye Gorostidi. “Hay que poner el acento también en la prevención y extinción”.
“El monte no es un jardín”, dice desde la Xunta Tomás Fernández-Couto. “No es algo que podamos trabajar todos los años. Pero sí hay lugares, zonas y entornos en que se necesita hacerlo de otra forma”. La sensación en 2017 es parecida a la resaca monumental de 2006: la de volver a empezar algo tan difícil y lento de levantar y tan sencillo de destruir.
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