No era amor, eran negocios
El teléfono dejó de sonar y cuando él llamaba no se ponía nadie
En una escena de American Psycho, Bret Easton Ellis describe a cuatro yuppies en una sobremesa enseñándose las tarjetas de visita. Todos sufren viendo la del otro, a todos se les abre el suelo cuando la del otro es mejor: detallan su minimalismo, su relieve, el tipo de letra, el color blanco hueso imbatible. Esa tarjeta tirada sobre el mantel los deposita jerárquicamente en la escala social. Los párrafos de la novela, que la directora Mary Harron trasladó a la película de forma brillante, resumen un mundo cerrado, formado por unos pocos amigos que lo son por las circunstancias y cuyo leitmotiv es la posición social, el éxito que se ha conseguido en la vida y la manera de conseguirlo; el capitalismo licuado hasta su pureza.
Ellis concentra la reputación de sus yuppies de Wall Street a un trocito de cartón; en Madrid, un banquero puede estar jugándoselo todo al tratar de reservar a última hora en Horcher con la misma ansiedad con la que el protagonista de American Psycho trataba de hacerlo en Dorsia. Vanidad y dinero, sí. Pero, sobre todo, un asunto de poder. De quien tiene más y durante más tiempo.
Eso fue lo que se esfumó en los últimos tiempos de Miguel Blesa: el poder y la influencia, la capacidad de interferir en la vida de los demás para hacerla mejor o peor. Unido todo ello al rechazo social que se expresaba de forma desabrida en la calle, con varios incidentes públicos —tuvo que mudarse de su piso en Conde de Orgaz por malestar vecinal a causa de la presión de los preferentistas— y otros muchos, estos más sutiles y dolorosos, en privado. El teléfono dejó de sonar y cuando él llamaba no se ponía nadie. Tuvo que escuchar malas contestaciones, frases que jamás llegaban a las alturas de las Torres Kio, y algo aún peor: el silencio y la indiferencia de los que antes se peleaban por su compañía. Le ocurrió más de una vez llamar a un restaurante y encontrarse con que no había mesa para él: eso no significaba que el lugar estuviese lleno, simplemente que antes le hacían sitio en donde fuese. Los viejos amigos se evaporaron casi del mismo modo que TVE evaporó de su biografía a la persona más determinante de su vida, José María Aznar. Aznar lo conoció haciendo oposiciones y lo guió hacia su coronación económica como había guiado antes hacia la coronación empresarial a un compañero del colegio, Juan Villalonga. Una cosa nuestra.
El ruido que hizo la caída de Blesa en la calle (el hombre que veía la serie Aída porque era "un contrapunto perfecto" a su vida, su lenguaje y sus costumbres supo por fin lo que era enfadar a un vecino de Esperanza Sur) no fue nada comparado con el impacto que produjo su derrumbamiento social en el Club Puerta de Hierro de Madrid, en sus vacaciones en Sotogrande, en sus comidas en Zalacaín, en la urbanización de La Florida, en los cotos habituales de caza, en los veranos de Palma. El habitual circuito cerrado y estrecho de las élites españolas, destinadas a encontrarse continuamente en lugares de culto burgués que se amplían a San Sebastián, Santander o Guadalmina, infancias en el Pilar y estudios en ICADE; pasillos estrechos, de carril único, ocupados por quienes se lanzan año tras año las tarjetas de presentación entre sonrisas nerviosas para saber quién está al alza y quién a la baja. Un ruido que se puede resumir en la escena vivida por Emilio Ybarra en Tamarises, el cafecito de la playa de Neguri, la fortaleza de las grandes familias vascas, el día en que entró después de ceder el control del banco de los suyos a Francisco González y se encontró con susurros a su paso de "traidor, traidor". Con la diferencia de que la traición de Blesa fue delictiva, con pena de cárcel, y acarreaba un deshonor imposible de levantar. Su tarjeta de presentación, antaño la más lustrosa de la mesa, era ya un trozo de papel sin impacto, vulgar y maldita.
No se equivocaba Fermín Gallardo, administrador de la finca en la que el banquero se suicidó, una de las pocas personas que se mantuvo al lado de Blesa en su caída (de entierro tan literario que sólo cabe equipararlo al de Gatsby: el hombre adorado por multitudes acompañado en su funeral por tantas personas como dedos de la mano). Gallardo fue el primero que relacionó las muertes de Blesa y Rita Barberá y lo hizo a través de la presión social que habían sufrido ambos. Pero más que eso tenían en común haber sido abandonados por los suyos, el círculo íntimo que se dispersó al comprender que su compañía era un peso muerto. No era amistad, ni hombros en los que llorar, ni espaldas sobre las que apoyarse, ni amor exagerado como aquellos "te quiero" entre el Bigote y Camps. Era lo que había sido toda la vida, en esas mismas circunstancias y esos mismos lugares: negocios.
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