Aquel viento de acacias
Unos votaban por primera vez y asumían ese derecho como un don regalado, otros lo ejercían como una conquista peleada
Muerto ya el dictador, en aquella primavera de 1977 la libertad soterrada durante 40 años de dictadura comenzó a ser agitada por un viento de floridas acacias al final de un turbulento periodo de asonadas callejeras, que culminaron con la matanza de los abogados de Atocha y la legalización del Partido Comunista. Bajo ciertas amenazas de sables, una nueva generación, que había accedido por primera vez a la libertad, vivía un momento de feliz acracia. Estaba prohibido prohibir. La autoridad lo permitía todo con tal de no pasar por franquista, y empujado por esta convulsión errática, que no dejaba de ser creativa y llena de estímulos, Adolfo Suárez consiguió llevar la atormentada gabarra de la democracia hasta el pie de las urnas aquel 15 de junio de 1977.
Ante los colegios electorales se había establecido el fervor silencioso de unas colas de gente muy dispar, jóvenes y viejos. Unos votaban por primera vez y asumían ese derecho como un don que se les había regalado; otros lo ejercían como una conquista largamente sufrida y peleada; algunos todavía metían la papeleta temblorosamente entre lágrimas recordando aquellos tiempos derrotados de la República donde aún permanecían sepultados sus sueños. Sonaban músicas e himnos desde los megáfonos de las furgonetas que recorrían las calles. Todas las paredes de la ciudad, las estaciones de metro, las paradas de los autobuses estaban empapeladas con los rostros de los nuevos líderes. Como la cultura de la imagen todavía se hallaba en una etapa muy primaria, los carteles exhibían los rostros de los políticos retratados a degüello. Había en el aire una mezcla de entusiasmo, preocupación, miedo y audacia. En Madrid algunos cochazos de las colonias de La Florida, de La Moraleja, del barrio de Salamanca llevaban en el asiento trasero a una familia de orden que votaba a Fraga, pero se daba la paradoja de que el chófer lo hacía por Blas Piñar. Muchas mujeres de mediana edad se sentían atraídas por el talante de galán un poco chuleta que representaba Adolfo Suárez; los progres de receta buscaban un futuro de libertad sin ira en el perfil de Felipe González que aún lucía pana y melena por encima de las orejas; los comunistas, como es lógico, votaron a Santiago Carrillo, aunque, muchos que no lo eran, también le dieron el voto por una vez para agradecerle la lucha del partido durante 40 años contra el franquismo; en medio iba y venía con maneras abaciales Tierno Galván un poco perdido en los propios silogismos bizantinos.
A ese impulso colectivo hacia un horizonte de concordia se lo llamó después el espíritu de la transición, que hoy unos menosprecian y otros añoran, pero que es necesario recuperar
De noche, cuando ya habían cerrado las urnas y ante los periodistas de todos los medios nacionales y extranjeros se realizaba el recuento oficial en el Palacio de Congresos de la Castellana, los automóviles rodaban sobre las papeletas que habían alfombrado el asfalto, aplastaban el rostro de algunos líderes y hacían sonar el claxon como al final de una victoria. Se había votado en paz. La democracia había ganado. Los ciudadanos tenían el ánimo suspendido ante los resultados de las urnas, y aquella noche en los pubs donde las nuevas mesnadas juveniles habían instalado las nuevas formas de beber, de bailar, de oír música, de amarse, de viajar se sabía de forma inconsciente que la libertad, recién recobrada, era un derecho que había que ejercer día a día para que nadie te lo pudiera arrebatar.
En teoría las Cortes Generales se habían convocado para desarrollar la Ley de la Reforma Política. Nadie hablaba de una nueva constitución democrática. Solo era cuestión de ponerse en marcha hacia un horizonte de libertad que se conquistaba en el Congreso de los Diputados y en la calle, en las redacciones de los periódicos, en los teatros, en las esquinas… Algo extrañamente atractivo transportaba la brisa de acacias aquel 15 de junio de 1977. Todas las formaciones políticas, llegadas desde el fondo del franquismo, desde el exilio y la clandestinidad, desde los sindicatos y la universidad se pusieron de acuerdo en sacar lo primero la carreta del charco de un pasado tenebroso empujando todos en la misma dirección de la historia. A ese impulso colectivo hacia un horizonte de concordia se lo llamó después el espíritu de la transición, que hoy unos menosprecian y otros añoran, pero que es necesario recuperar.