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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Borbón y cuenta nueva

El parque de Valdedebas dedicado, sustraído y rehabilitado a Felipe VI simboliza una batalla iconoclasta entre cortesanos y republicanos revanchistas

Parque Felipe VI en Valdebebas, Madrid.
Parque Felipe VI en Valdebebas, Madrid.Carlos Rosillo

Nunca se le ha pedido a la clase política que resuelva los problemas, pero se le agradecería que, al menos, se abstuviera de crearlos. Ya se lo decía Alfredo di Stefano al cuestionado guardameta Ochotorena: "José Manuel, no hace falta que detengas los balones que van a portería. Eso sí, no metas dentro los que van fuera".

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Tal cual parece, se antoja, la polémica del parque de Valdebebas en su exasperante frivolidad. Que se llamaba Felipe VI por decisión de Ana Botella. Y que fue destronado por iniciativa de un referéndum inducido en el que solo participaron 2.500 personas. Representaban el 2% del barrio de Hortaleza en la jurisdicción electoral, pero Ahora Madrid subordinó el escasísimo entusiasta plebiscitario al matiz transgresor del resultado, nada menos que la cabeza de Felipe VI en el cesto de la guillotina.

El fervor republicano aseguraba la victoria del flanco podemista en el gobierno de la corporación, al menos hasta que el grupo socialista se ha resentido de sus propias contradicciones. Primero acatando el veredicto de los vecinos. Y luego rectificándolo, de tal forma que el PSOE ha rehabilitado el nombre de Felipe VI en sintonía con Ciudadanos y populares, expuestos los unos y los otros a un desmesurado ejercicio de devoción borbónica. Y no solo en Madrid, pues son muchos los municipios cuyos espacios, plazas, centros deportivos y hospitales han convertido a la familia Real en agobiante expresión urbanística y en nomenclatura iconográfica, como si estuviéramos en las calles de Ammán, o como si gobernara en España una dinastía alahuita.

El problema es que los planes de rectificación urdidos en el territorio de Podemos o de sus marcas afines —Cádiz, Valencia, Barcelona...— no proviene tanto del escrúpulo institucional o de las sensibilidades populares como del revanchismo republicano y de la aversión borbónica. Quiso demostrarlo Ada Colau empaquetando el busto de Juan Carlos I que se alojaba el salón de plenos y predisponiendo una iconoclasia de consecuencias imprevisibles, hasta el extremo de que corre peligro la estatua de Cristóbal Colón en cuanto pionero del genocidio en ultramar. Podría suceder en Madrid que fuera destronado no ya Felipe VI, sino Felipe IV cuya opulencia ecuestre en la plaza de Oriente no proviene tanto de su legado histórico sino de la brillantez de una escultura que realizó Piero Tacca con los consejos de Velázquez y de Galileo Galilei.

La monarquía española presenta síntomas de debilidad y de fuerza, justifica con ternura y ahínco el respeto de la sociedad, incluso se reconoce vulnerable y expuesta a los súbditos, pero no está claro todavía si le hacen más daño los cortesanos o los detractores. Especialmente cuando los unos y los otros se ponen a pensar.

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