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La ley de la calle

Iglesias sale del Parlamento para incitar una rebelión popular y disimular sus errores políticos

El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias.Vídeo: EFE | ATLAS
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A Pablo Iglesias se le ha malogrado la oportunidad de convertir el motín de Aluche en un acto de campaña electoral. Había anunciado en el programa de Susanna Griso que se personaría en la sede del CIE, pero la revuelta ya se había disuelto cuando el líder de Podemos se dirigía a instrumentalizarla y a reciclarla en el pretexto de su duelo con el ministro del Interior.

Ha decidido Iglesias salir del Parlamento y recuperar la nostalgia de las calles. “Empoderar” a la gente desde sus propias directrices. Movilizarla con la música de Quilapayún para evitar que el Ibex, Prisa, la Troika y la NASA consumen un golpe de Estado que rehabilita a Mariano Rajoy en la Moncloa.

Es el mismo contexto justiciero con que se ha saboteado la conferencia de Felipe González y de Juan Luis Cebrián en la Autónoma. Representan y acunan ambos para Iglesias el eje del mal, de tal forma que los radicales desplazados a la universidad, espoleados atmosféricamente por el líder de Podemos, han emprendido su propia ley mordaza, intimidando a los ponentes con el hooliganismo de la intolerancia y la amenaza.

Dice Iglesias que los motines refuerzan la democracia, entre otras razones porque otorga a la abstracción de la calle y de la ciudadanía en sus comportamientos sincronizados una suerte de derecho natural que sobrepasa las garantías del Estado mismo.

Es la razón por la que se deslegitima la autoridad de las instituciones y se recela de la policía. O se restringe su papel a un arma represiva que debe contestarse en las aceras como antaño se contestaban las redadas de los grises.

Iglesias recupera el megáfono, la asamblea, la mani, el puño en alto. Y elude de manera flagrante sus responsabilidades políticas. No ya porque impidió que Pedro Sánchez fuera presidente en beneficio del eterno retorno de Mariano Rajoy, sino porque sus decisiones estratégicas -la absorción de IU, la purga de Errejón, la agresividad al PSOE- han supuesto un retroceso político de Podemos en las urnas. Que es donde realmente se expresa la gente. Y donde se sustancia el concepto fundamental de la democracia representativa.

Iglesias ha dejado de creer en ella porque no le conviene. Y porque aspira a acaudillar la resurrección del movimiento de los indignados, convirtiendo la investidura de Rajoy en la expresión inequívoca de un régimen.

Para combatirlo, Iglesias incita los humores del asfalto, se erige en portavoz de la incredulidad ciudadana, dividiendo la sociedad entre buenos y malos, pero, sobre todo, afinando su papel del líder de la oposición. No a Rajoy, que nunca ha sido su rival ni su antagonista, sino al Partido Socialista, con más razón cuando la abstención que se avecina “demostraría” la concepción del pacto de la casta contra los intereses del pueblo.

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