Experiencia del fuego
La isla de La Palma arde. La isla de La Palma siempre arde. Como una pira desde antes del uso de mi razón, que yo recuerde. A los cuatro años presencié mi primer incendio en el monte, desde una azotea y de noche: una primera impresión estética –tremendista—, que me azoró para los restos. El fuego estremece. Mirar el fuego en el monte es como ver arder el mundo. Si eres niño y tu mundo es una isla, con más razón. Para el niño, el fuego siempre se encuentra demasiado cerca. No calcula; el fuego allí, su casa bajo sus pies; pero, aunque los adultos le dicen que el fuego no llegará, la idea del fuego alcanzando no se disipa. El fuego viene es suficiente horror. El fuego vendría, si lo dejaran; si no fuese porque el bosque se acaba (las medianías de la isla como suficiente cortafuego), y no puede descender hasta la casa, hasta su casa.
Unos años después, ya casi adolescente, el fuego también cercano, a media hora a pie ascendiendo por la carretera recta hacia la montaña, nos invitaba a visitarlo; pero ya para mirarlo de frente, a plena luz del día, como miraban los niños de Stand by me –la película de Rob Reiner— su primer cadáver. Porque mirar el fuego, un fuego majestuoso que lo devora todo a su paso, tiene algo de lo hipnótico de mirar por primera vez a un muerto, lleno de moscas, tirado en una cuneta. Nos encaramamos a lo alto de la ladera de un barranco y el fuego se encontraba allí enfrente, en la otra ladera escarpada, consumiendo un pino tras otro, los pinos aislados del final del monte, y fue un espectáculo lento. El pino comenzaba a arder, la llamarada ascendía por él y aún continuaba hacia el cielo una o dos veces su tamaño, y luego el árbol quedaba en pie pero oscuro, sin verde, mucho más tieso que antes.
El fuego emociona el pecho, suspende la respiración, Tarkovski lo sabía como un niño de 4 años que lo hubiese madurado a conciencia. Pero hubo quien, en Hollywood, intentó hacer entretenimientos con fornidos bomberos y románticas historias filiales y de amor, sin darse cuenta de que al fuego le sobra toda acción y todo drama. El fuego mismo es el drama, en sí mismo. Se basta el fuego, cuando lo miras, para entretenerte, enamorarte y horrorizarte. Es el infierno. No me convencen esos cineastas que tienen un magnífico fuego en su escena y pasan sin detenerse en él, y así son casi todos los cineastas, como inmunes a la visión del fuego (y , menos aún, esos que ponen fuego enlatado, fuego digital, falso, en sus planos: esos son detestables, claro). El fuego solo como luz que ilumina la escena. El fuego como atrezo en movimiento, como simple decorado, sin comprender que, cuando hay fuego, la escena es el fuego. El negro de la noche es más negro donde el fuego, cuando el fuego. El fuego ilumina el negro de la noche y produce una noche mayor, siendo más noche la noche del fuego. Y es necesario saber que no es posmoderno, el fuego, no hay nada de frívolo, ni de cool, ni de gracioso en el fuego. No hay nada de publicitario en el fuego, porque no es ese consumo el que consume el fuego.
El fuego es principio y es fin. El fuego representa, como ninguna otra cosa, la ambivalencia del mundo, pues es el bien y es el mal; no puedes odiar el fuego porque también es amable, y, cuando lo amas, no puedes sino darte cuenta de que debes odiarlo, al mismo tiempo, sin causalidad, en sí mismo.
El niño de 4 años, que apenas alcanzaba a ver el fuego del monte por encima de la azotea de bloques de cemento, quedó tan estremecido por la visión de la pira isla –de la isla en llamas—, que solo una curandera, cuatro años después, pudo arrancarle el fuego de las entrañas, a golpes de agua bendita sobre la cruz del pecho y, al aire, chasquidos de sus dedos desmitificadores. “Este niño vio un fuego”, diagnosticó, quién sabe si ella misma nos había visto en la azotea aquella noche, pero todos pensamos que razón no le faltaba. Por eso el fuego del monte se encuentra en alguno de mis libros. No es de extrañar, lo que es de importancia en un territorio suele acabar en la literatura de ese territorio, y el fuego del monte signa la isla de La Palma como una espada de Damocles: amamos su verde, amamos el enorme bosque de pinos y la exquisita laurisilva que aún se conserva, y tememos al fuego; el fuego nos amenaza de continuo, y, al cabo, vuelve.
Por eso, al despertar esta mañana en Madrid, sin querer, mi primer pensamiento fue para quienes se afanan en la extinción de este fuego, especialmente para quienes se juegan el tipo en primera línea; aunque no solo, porque quizá me sienta especialmente identificado con quienes toman las decisiones técnicas y coordinan desde las instituciones (a algunos los conozco, y son de corazón con la isla), y, al encontrar imágenes tomadas desde azoteas, con el fuego ahí enfrente, demasiado similares a la que retengo en mi memoria desde los 4 años, y saber que esas azoteas sí están amenazadas, que el fuego sí puede alcanzar esta vez, he pensado en quienes pueden perder sus casas, su terror. También he pensado en lo irreparable, Francisco José Santana, que ha perdido la vida, aunque algo más he detenido el pensamiento, y el dolor, en los cinco hijos que deja. Mucho ánimo, La Palma.
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