Aquí se reparan vidas maltratadas
En los centros de víctimas de violencia de género las mujeres se reconstruyen. EL PAÍS pasa una semana en uno de ellos
Una excampeona de Europa en artes marciales, una empresaria, una madre que lo ha sido aquí y otra que vino del hospital con su bebé en brazos. Una gerente, una administrativa, una joven gitana… Tienen entre 21 y 69 años. Son una veintena, acompañadas por otros tantos niños. Comparten una vida rota por lo que miles de mujeres sufren sin entender, sin denunciar: la agresión del hombre que dijo amarlas. “Tardas mucho en darte cuenta de que eres una maltratada”, dicen ellas. “Es muy duro dejar tu vida y esconderte”. La violencia de género es mucho más que un ojo morado. Rompe la vida. Aquí se reconstruye puntada a puntada. Un taller de almas a salvo de agresores. Es el Centro de Atención, Recuperación y Reinserción de Mujeres Maltratadas.
Más de medio centenar de muertes al año
Una de cada ocho mujeres residentes en España (el 12,5%) ha sufrido violencia (física, sexual o ambas) causada por sus parejas o exparejas, según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2015 (Ministerio de Sanidad).
Cada año, más de medio centenar de mujeres pierde la vida por agresiones de sus compañeros o excompañeros (57 en 2015). En lo que va de 2015, han muerto 25.
Más de 120.000 ciudadanas denuncian haber sido víctimas de agresiones cada año (123.275 en 2015), según el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial, que asegura que solo el 0,4% son falsas. En 2015 se dictaron 24.679 órdenes de protección (59,1% de las solicitadas).
34.695 víctimas perciben la renta activa de inserción.
El día empieza como todos. Desayuno de 8 a 8.45 —antes para quien tenga un empleo, solo dos de ellas, o vaya a un curso—. Bullicio de hora punta en el comedor acristalado, con vistas al patio vedado a los niños. Como en casa, hay que enjuagar los cacharros, preparar a los hijos, llevar al cole a los mayores. El reloj apunta a las once, la hora H.
Hoy viene “una nueva”. Dori Montoro, la empleada que maneja la furgoneta, ha ido a buscarla a la sede de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas, propietaria del centro. La verja se abre y entra el susto. ¡Vuelve de vacío! La nueva residente ha venido en su coche, algo poco frecuente. Es una mujer joven. Ha recogido a los niños del colegio antes de la hora y conducido cientos de kilómetros para ponerse a salvo.
—“Bienvenida. Eres muy valiente”.
—“Gracias”. Se le saltan las lágrimas. Las recoge rápido para sonreír de vuelta al coche. “Abajo, niños. Ya hemos llegado”. Saca a los tres críos, muy formalitos. Un par de maletas y bolsas son sus pertenencias, junto con dinero que sacó del banco. Disponer de algún recurso dista de ser lo habitual. De 20 residentes, siete carecen de ingresos. Cuatro cobran la renta activa de inserción como víctimas de la violencia doméstica: 425 euros al mes. “El maltrato también puede llevar a la pobreza”, explica la trabajadora social, Juani Aguilar. La de las mujeres y la de sus hijos: 14 están con sus niños y solo uno de los padres paga la pensión con regularidad.
—“Quiero ir a la piscina”, dice el mediano de la recién llegada. Pero el destino son dos habitaciones luminosas, cuatro camas y baño. Es el nuevo hogar para los meses que vienen, quizá el año y medio habitual, porque de aquí se debe salir con vivienda y trabajo. Adiós a la casa de clase media. Bienvenidos a la “habita”, por cuyo número se llamará a la mujer por megafonía. “La nueva” será la “306” y como sus compañeras, acabará por colgarse al cuello la llave de la “habita”. Una veterana asesora a 306. Recorren el edificio. “Aquí la terapia psicológica. Allá, la asesoría jurídica. Esta es la biblioteca. La guardería…”. A las 13.30, comienza la comida de menú único salvo cuando hay cerdo —de las nueve extranjeras, cuatro son musulmanas.
Las mujeres que toman el café de media mañana en el patio hacen cábalas. Otra más. Otra como ellas, aunque a lo mejor es de las pocas sin el postre de trankimazin, de lorazepam… Conchi Villamediana, la gobernanta, los facilita. También da besos y abrazos: “Son muy importantes aquí”. Cada tanto una mujer se derrumba. El consuelo y la tila son moneda corriente. No es fácil enfrentarse a la propia historia y ese es el primer paso para recuperarse de la violencia que ha arrasado la vida y la autoestima. La terapia psicológica individual y en grupo es la piedra angular de la recuperación. Y es obligatoria. “El eje de la terapia es identificar que has sufrido malos tratos”, explica una de las tres psicólogas, Itziar Uruñuela. Al contar su historia, poco a poco, las mujeres dejan de sentirse culpables de comprender que no merecían ser denigradas, ni golpeadas; ni ellas, ni sus hijos. “Hay que entender también por qué pasó, saber que vivimos en una sociedad patriarcal. El objetivo es que no vuelva a ocurrir y que salten las alarmas. Eso implica recuperar la autoestima. Se sienten responsables de haber aguantado”, prosigue Uruñuela. No siempre lo consiguen: tres de cada diez residentes abandonan el centro antes de cumplir los cuatro primeros meses. De las que realizan el programa completo, el 70% se considera recuperada; pasa de víctima a superviviente.
“Es imprescindible domesticar el mal recuerdo de la violencia. Se queda agazapado, pero revive a la mínima”, puntualiza otra de las psicólogas, Susana Enciso.
—“Yo tengo las alas cortadas. Si saliera tendría que volver con el maltratador. No tengo a nadie”, se derrumba entre lágrimas 214. Luego, se enroca en el silencio. Tiene 37 años y un hijo.
Es imprescindible domesticar el mal recuerdo
“Existen diferencias entre los pequeños que han vivido la violencia en casa y los que no. Aquí se reproduce la agresividad. Hay chicos y chicas con miedos atroces, a veces con depresión o ansiedad”, explica la educadora Eneida Mercado. Algunos reciben atención psicológica fuera del centro. “Hay niños que te dicen ‘mi papá cogía un cuchillo’, o ‘cuando mi papá pegaba a mi mamá, jugábamos a que nos callábamos”.
—“309, pase por el despacho de la abogada”, dice la megafonía.
—“Él. ¡Otra vez!”, responde alterada la mujer. Deja a medias la manualidad y sale pitando.
Ha acertado. El excompañero, con orden de alejamiento, ha pedido pasar un día con la hija común. La justicia le ha concedido régimen de visitas, con el colegio como punto de encuentro. “La niña se volverá a hacer pis”, calibra desencajada 309. Las llamadas de la jurista siempre sobresaltan. Seis mujeres tienen juicios pendientes por el maltrato. De las diez residentes que pidieron medidas de protección, solo cuatro obtuvieron el alejamiento, detalla la abogada, Marian Aranda. Es un porcentaje todavía más bajo que la media nacional, que se ha reducido hasta el 60%. Por eso salen a la calle con cien ojos, aunque la ubicación del centro sea secreta.
Cae el día y 306 tiene aspecto agotado. “Me están buscando. Mi marido ha denunciado la desaparición de los niños”, musita. Horas después explica a la policía lo ocurrido y le denuncia por maltrato. A lo largo de la semana, la juez denegará la orden de protección a 306 por entender que no hay pruebas, pero ella recurrirá. Además, ha pedido el divorcio. La de 306 es una denuncia entre miles —123.725 mujeres acudieron a la justicia el año pasado por el maltrato de sus compañeros o excompañeros—. Es el paso, también, hacia una nueva vida. “El pasado no desaparece, pero pierde su valor y al salir de aquí solo cuenta el futuro. Esta es una escuela de valientes”, zanja la creadora del centro, Ana María Pérez del Campo. “Estoy herida, pero no vencida”, resume con orgullo 311, una mujer menuda y vivaracha.
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