¿Cuándo se jodió España?
Los partidos políticos son responsables de buscar una solución para superar la desafección
Zabalita, el editorialista de La Crónica de Lima en la novela de Mario Vargas Llosa Conversación en la catedral, se lo preguntaba sin parar: "¿En qué momento se había jodido el Perú?". Y no tenía respuesta. El relato transcurre durante los ocho años de la dictadura militar del general Manuel Apolinario (1948-1956) y en las largas conversaciones de Zabalita y el zambo Ambrosio se desprende una enorme frustración. La misma que, aparentemente, tienen los españoles desde que en 2008 se empezaron a derrumbar algunas de las columnas que sostienen el entramado institucional de nuestro país. Frustración, desesperanza e indignación.
¿Cuándo se jodió España? Es difícil precisar cuándo, porque hay decisiones previas que desencadenaron luego la catástrofe, pero es fácil explicar cómo y por qué. La crisis financiera iniciada en 2007 con la caída del banco de negocios estadounidense Lehman Brothers provocó una enorme crisis económica global, a la que los Gobiernos europeos (entre ellos el español) no supieron hacer frente, causando a su vez una crisis social (por el aumento del paro y la desigualdad, tras importantes recortes en el Estado del bienestar) que desembocó en una desafección generalizada hacia los políticos y las instituciones.
La cultura del pelotazo y el dinero fácil y la liberalización del suelo marcaron el camino de la corrupción
Si a esto unimos la irrupción ante la opinión pública de infinidad de casos de corrupción, antiguos o nuevos, que afectaban sobre todo a los partidos tradicionales (PP, PSOE y CiU, sobre todo) y a algunas instituciones del Estado, es fácil comprender que en 2011 cientos de miles de personas se convirtieran en indignados y tomaran el 15 de mayo las calles y las plazas de toda España.
Los dos cuadros elegidos del banco de datos de Metroscopia son la mejor prueba de la evolución del desencanto de los españoles. ¿Está usted satisfecho con el funcionamiento de nuestra democracia?, preguntan los sociólogos de esta firma. Y la respuesta marca la línea de la desafección ciudadana hacia un término, democracia, que había sido la guía y la esperanza que movió al país durante más de tres décadas.
En crisis económicas anteriores, incluso en otros momentos en los que la corrupción había inundado las páginas de los periódicos en España, la brecha entre satisfechos e insatisfechos con el funcionamiento de la democracia se había estrechado. Pero a mediados de 2010, la línea roja del desencanto pasó por encima de la azul de la normalidad democrática. Y desde entonces, la brecha se ha ido abriendo mes a mes. Hoy, solo el 26% de los españoles están contentos con la marcha de las instituciones, frente al 74% que se declara insatisfecho.
Algo parecido sucede con la evaluación de la situación política, aunque el desencanto se inicia unos años antes. Las series históricas de Metroscopia muestran avisos serios de desafección a mediados de los noventa (los últimos años de la hegemonía de un PSOE afectado por la crisis económica y la corrupción) y principios del nuevo siglo (al final de la segunda legislatura de José María Aznar).
A mediados de 2010, la línea roja del desencanto pasó por encima de la azul de la normalidad democrática.
Sin embargo, es en 2005 cuando se inicia la línea negativa de valoración de la situación política, y en 2009 cuando la nota de los políticos empieza a caer en picado hasta alcanzar hoy mismo al 95% de los españoles que consideran mala o muy mala la situación.
Hay que irse más atrás en el tiempo para buscar algunas decisiones equivocadas que fueron el germen para graves problemas posteriores. De aquellos polvos surgieron los lodos que enfangaron la vida política española. De entre esas decisiones, hay dos que marcaron el camino hacia la corrupción: la adoración al becerro de oro del dinero fácil y el pelotazo de principios de los noventa (en los últimos Gobiernos de Felipe González) y la liberalización del suelo decretada por el Ejecutivo de José María Aznar.
Si echamos la vista atrás, vemos cómo los enormes esfuerzos para modernizar una España que venía de 40 años de dictadura e integrarla en los organismos internacionales empezaba a tener pequeñas vías de agua que luego se convirtieron en grandes desagües por donde circulaban los detritus de la corrupción. Se empezó a confundir el dinero público con el privado y las bolsas de corruptos crecieron como la espuma.
Luego vino la burbuja inmobiliaria que nos hizo a todos creernos más ricos de lo que éramos y que llevó a muchos jóvenes a dejar sus estudios para ganar dinero en la construcción y a muchas familias a endeudarse para comprar una vivienda sobrevalorada. Empresas y bancos no supieron, o no quisieron, ver que ese era un camino hacia el abismo.
El estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis de 2008 trajeron más paro, más desigualdad, más frustración y, sobre todo, mucha más desafección hacia las personas y las instituciones que habían liderado la modernidad y la prosperidad en España. Europa impuso una política de austeridad y el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero cedió a la presión de Bruselas, Berlín y Washington un 10 de mayo de 2010 (probablemente no tenía otra salida), iniciando una política de recortes en el gasto público que tranquilizó a los mercados, pero hundió el prestigio del PSOE. Como era previsible, Mariano Rajoy ganó las elecciones anticipadas en 2011 e intensificó los recortes sociales.
El resto de la historia es conocida. Hace poco más de un año publiqué en este periódico un informe sobre la desigualdad en el que se destacaban algunos datos que definían la emergencia social que vivía España: una de cada cuatro personas que quiere trabajar está en paro, uno de cada tres parados no cobra prestación alguna, uno de cada dos jóvenes no tiene trabajo, 120 personas perdían su vivienda cada día en España, 2,3 millones de niños vivían por debajo del umbral de pobreza, 1,3 millones de personas recibieron en 2014 la ayuda básica de emergencia de Cáritas… Eso, sin olvidar el desánimo y la inseguridad que ha calado entre las clases medias españolas.
Ante este panorama, a nadie le puede extrañar que surgieran nuevas fuerzas políticas dispuestas a recoger los réditos de falta de credibilidad de los partidos tradicionales. El problema es que al caer el bipartidismo hegemónico se hace muy difícil la gobernabilidad, como se ha puesto de manifiesto en los últimos meses. Y, lo que es peor, no hay datos que auguren un cambio de escenario tras las elecciones del 26 de junio.
¿Cómo se arreglará España? Son los españoles los que buscan respuesta a esa pregunta. Y son los partidos políticos los que tienen que ofrecer propuestas para salir de esta situación. Tienen la oportunidad de explicarse en la campaña electoral que se inicia en pocos días. Menos participación en programas populares y más propuestas y debates.
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