Los señores de la pólvora
Un centenar de empresarios pirotécnicos se levantan cada día con miedo a una fatalidad. Pese a las precauciones, más de 100 personas han muerto en 25 años; las últimas, en julio
Cuando todavía era un bebé, su madre lo sentaba en el tacatá y amarraba con una cuerda el andador a la manilla de una puerta para mantenerlo lejos de la caseta donde los mayores mezclaban la pólvora. Pero la pólvora, en todas sus variedades, va en la sangre de los coheteros. Nitrato potásico, azufre y carbón, para que el artefacto suba. Perclorato potásico y aluminio pulverizado, para que abra en el cielo. Y mientras los adultos repetían estas fórmulas prodigiosas una y otra vez, Argimiro Alborés, con 12 años, tuvo que empezar a negociar los contratos con las comisiones de fiestas porque su padre había caído en una honda depresión tras el “gran accidente”. Aquella noche de 1958, acuciados por la demanda de las romerías de verano, el dueño y dos empleados habían decidido trabajar de noche. Todavía usaban lámparas de carburo, y una polilla atraída por la luz se prendió las alas y cayó como una chispa sobre la mezcla explosiva. El bombazo se sintió en todo el municipio de Nigrán (Pontevedra). Uno de los trabajadores murió aplastado por una viga; otro perdió una pierna; el propietario de la pirotecnia voló 15 metros.
Desde entonces, y sobre todo desde hace algo más de una década, las exigencias de seguridad se han disparado, pero los accidentes, aunque ya son menos, no se han reducido en la misma proporción. Los señores de la pólvora, sabios de unos negocios heredados de padres a hijos, por lo general minifundistas en el oeste de España y grandes exportadores al mundo entero en el este, siguen temiendo cada mañana a la fatalidad. Un absurdo error humano sumado a unas circunstancias ambientales adversas y a veces impredecibles (electricidad estática, calor, aire seco) pueden acabar en tragedia en cuestión de segundos.
Si el 24 de julio murieron siete personas a causa de las explosiones (varias, durante más de una hora) que se produjeron en una pirotecnia de la localidad italiana de Modugno; a principios del mes fallecieron en una empresa de Berán (Leiro, Ourense) otras tres. Eran José Antonio Abad, el propietario; Cristina Janeiro, su esposa; y Belén Rivas, la novia del hijo del pirotécnico, fruto de un anterior matrimonio, que se salvó porque se ausentó un instante. A los pocos días, se registró otra explosión cuando no había personal trabajando en otra empresa del sector en Outeiro de Rei (Lugo).
Al menos 110 personas murieron y otras muchas resultaron heridas en España en accidentes pirotécnicos en los últimos 25 años, con casos tan graves como el que tuvo lugar el 15 de mayo de 2000 en la empresa Hermanos Borredá, de la localidad valenciana de Rafelcofer, que se cobró siete víctimas mortales y nueve lesionados graves. Y todo esto, a pesar de los periódicos controles que llevan a cabo la Guardia Civil y las subdelegaciones del Gobierno, encargadas además de otorgar el carné de experto a los trabajadores del gremio después de un periodo de formación en las propias empresas. Todas ellas están sometidas a una rígida legislación que limita los kilos de pólvora que pueden producir y almacenar en función, entre otras cosas, de la distancia a los núcleos poblados.
Las sucesivas explosiones que se produjeron en la pirotecnia Abad de Leiro se sintieron como un terremoto en las casas a varios kilómetros de distancia. Los forenses movilizados para el levantamiento de los cadáveres tuvieron que esperar tres horas a que los Tedax se asegurasen de que no había más riesgo antes de entrar.
Las medidas de precaución obligatorias siguen aumentando y, según algunos pirotécnicos, ya suponen dos tercios del precio de fabricación del cohete. Entre esto y la crisis, que en algunas comunidades ha reducido desde 2007 en un 60% el gasto en bombas y fuegos artificiales, el sector vive sus peores horas. “Somos los primeros en llegar a todas las fiestas, los últimos en irnos y los últimos en cobrar”, lamenta Guillermo Rodríguez Bronchú, presidente desde Valencia de Afape, Asociación Española de Fabricantes de Fuegos Artificiales (que agrupa a 75 de las en torno a 100 empresas del sector). La búsqueda de un producto más barato ha llevado a muchos fabricantes a producir solo cohetes de ruido e importar los de artificio de China.
Pero otros siguen exportando, sobre todo los valencianos (que fabrican la mitad de todo el material pirotécnico que sale de España), seguidos a bastante distancia por los catalanes, los aragoneses y los vascos. En mayo de este año, último balance del que dispone el sector, se exportaron a países como Japón, Estados Unidos y Francia productos pirotécnicos por 1,56 millones de euros y se importaron otros que en total sumaban 1,23 millones.
“El nuestro es el espectáculo más hermoso, y también el más barato”, defiende el representante de las empresas españolas. “¿Cuánta gente ve desde la Ciudadela de Pamplona los fuegos de los Sanfermines?”, pregunta. “¿Cuánto le cuesta al Ayuntamiento de Valencia una mascletá? 4.000 euros. ¿Y cuántas personas de media la ven? 50.000”.
Según él, actualmente, a los fabricantes cada una de las 19 mascletás de los días de fiesta les cuestan 10.000 euros. “Lo seguimos haciendo porque es lo que nos queda, porque es la tradición, y porque luego intentamos compensar el resto del año”. La seguridad lo ha encarecido todo. Las pirotecnias tienen que dividir las fases de producción en casetas separadas entre sí por muros de hormigón; humedecer el ambiente con aspersores; vestir a todos sus trabajadores con trajes y zapatos ignífugos y antiestáticos; instalar alarmas y detectores sísmicos y de presencia para evitar los robos de material explosivo. Deben viajar con cisterna de agua y, dependiendo las zonas de España, en días con alto riesgo de incendio forestal tampoco pueden disparar.
Argimiro Alborés, aquel niño confinado en un andador, es ahora el dueño del negocio y el presidente de los pirotécnicos gallegos. A él también le quitan el sueño las medidas de seguridad.Tras el "gran accidente", en su empresa solo recuerda otros dos. Uno, porque un empleado “que venía con un recipiente lleno de pólvora, en vez de posarlo sobre la mesa de trabajo, lo arrastró” y se produjo una fricción. Otro, más reciente, porque un especialista que manipulaba material pirotécnico rompió el guante de cuero y lo reparó deprisa con cinta aislante. Algo sucedió después, que en la manopla acabó produciéndose un fogonazo, penetró por una abertura del traje ignífugo y prendió en la camiseta de licra que llevaba puesta, consumida al instante. El hombre estuvo hospitalizado por las graves quemaduras.
El último empresario fallecido en España, José Antonio Abad, quería dejar el negocio pero no le dio tiempo. Tenía medio apalabrado el traspaso de su cartera de clientes (Ayuntamientos y comisiones vecinales que organizan las fiestas, el activo más valioso de las pirotecnias) al dueño de otra empresa mucho más grande. Sin embargo su esposa, Cristina Janeiro, era feliz en este trabajo. Pensaba que el riesgo que corría viviendo entre pólvora se lo “compensaba” el brillo en los ojos de tanta gente cuando ella les pintaba el cielo de colores. El azul, que se logra con oxicloruro de cobre; el verde, con bario; el amarillo, con oxalato de sodio; el rojo, con estroncio; el blanco, con magnesio.
Amputaciones y sordera
El presidente de los pirotécnicos españoles recuerda que “hay más accidentes laborales en la construcción o entre los transportistas”, pero admite que en su oficio hay amputaciones, sordera, y “son muy pocas las pirotecnias que han escapado” de las desgracias. Los siniestros se han producido en todas las etapas de la fabricación. Durante la mezcla de sustancias, el transporte, el lanzamiento de cohetes y hasta la destrucción de material desechado. Hay empresas muy desafortunadas. La gallega Josman (Coles, Ourense) acumula cuatro accidentes mortales, con 13 víctimas, ocho de la misma familia, desde 1981. Las causas “casi nunca se conocen”, dice el presidente: “El que sabe lo que ha hecho mal, por desgracia, se ha ido”.
La normativa estipula el número de empleados que pueden estar al mismo tiempo en cada caseta, controla cualquier detalle y hasta prohíbe entrar al puesto con el móvil. Algunos empresarios viven obsesionados. Uno de los que habla con este diario enseña en su teléfono el selfie de un miembro de su plantilla en el lugar donde manipula el explosivo. Esta vez ha "cazado" al infractor.
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