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OBITUARIO

Carlos Abella, el hombre de Aznar ante Juan Pablo II y Benedicto XVI

Cónsul en Miami, fraguó fructíferas relaciones con el exilio cubano en Florida

Carlos Abella, diplomático.
Carlos Abella, diplomático.RICARDO GROBAS (EL FARO DE VIGO)

El sueño de los diplomáticos católicos españoles es llegar a la embajada ante la Santa Sede donde, con frecuencia, se comportan después más como súbditos del Vaticano que del Reino de España. La crearon los Reyes Católicos en el siglo XV, cuando Roma era “la plaza del mundo” según frase del rey Fernando, y desde 1647 ocupa el lujoso palacio Monaldeschi, comprado en costosa disputa con Francia por orden de Felipe IV. Por entonces, era más importante la jactancia que el ahorro. Una embajada podía representar mejor que un ejército el poder de un reino. El edificio, con una escalinata realizada por Borromini y dos bustos de Bernini, da nombre a la Piazza di Spagna. Quien va a Roma y no visita esa plaza es que no ha ido a Roma.

Lo sabía el embajador Carlos Abella y Ramallo, nacido en A Coruña en 1934 y fallecido el pasado día 12 en Madrid. Ocupó aquel palacio entre 1997 a 2004, al servicio de los Gobiernos de José María Aznar. Hombre de profundas convicciones religiosas, en sus memorias, en dos tomos — Memorias Confesables de un Embajador en El Vaticano (LibrosLibres, 2006) y Confesiones del Palacio de España en Roma (Ciudadela, 2012) —, apenas hay espacio para sus otras misiones diplomáticas, y eso que tuvo muchas y muy buenas. Era cónsul en Miami en los años en que Aznar fraguó fructíferas relaciones con el exilio cubano ligado en la Florida al combativo Jorge Mas Canosa. Allí se ganó Abella el ascenso a Roma, nada más ganar el PP las elecciones en 1996.

Casi ocho años en la embajada ante la Santa Sede, bajo los reinados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, le dieron oportunidades de relación imposibles en otras legaciones. Los aprovechó con creces, agasajando a personalidades pontificias e internacionales, organizando las beatificaciones y canonizaciones que promovía la Conferencia Episcopal Española, o promoviendo recepciones, conferencias o conciertos que convirtieron al Monaldeschi, de nuevo, en un fastuoso salón social, para regocijo de quienes detestaron la austeridad de la etapa anterior, bajo los Gobiernos de Felipe González.

En reconocimiento de tan eficaz parafernalia, Juan Pablo II nombró a Abella Gentilhombre de Su Santidad, una distinción que le permitió formar parte entusiasmada, tras su jubilación, de la llamada Familia Pontificia Laica. En ese papel, conservó el acceso a secretos vaticanos. También mantuvo sus influencias. Él mismo contó cómo conversó con Benedicto XVI sobre el problema de las autonomías (“la unidad de España, un bien moral”), o de sus gestiones para que Juan Pablo II matizase el perdón que pidió en 1999 por la Inquisición española, advirtiéndole que inquisiciones hubo en otros muchos países, igualmente criminales.

También se ocupó de avivar, con éxito, la canonización del obispo Juan de Palafox, un olvido de siglos contra el que también luchó el entonces secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, Jorge Fernández Díaz, hoy ministro de Interior. Tuvo menos suerte con la causa de beatificación de Isabel la Católica, en la que también estaba empeñada su esposa, la pintora y escritora Pilar de Arístegui. Entre las picardías de su memoria, le pareció confesable publicar que un día propuso a José Luis Rodríguez Zapatero gestionarle una entrevista con el Papa. Quien entonces era líder del PSOE en la oposición le replicó que ya le gustaría, pero que no lo dejaba su mujer.

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