¿Cuándo empezó todo esto?
La tarea más urgente que aguarda al Rey es restablecer la normalidad en las instituciones
El debate Monarquía-República es el que faltaba para enredar un poco más la madeja de falsos problemas que, desde hace demasiado tiempo, ocupan a la opinión pública española y que, me temo, no son fiel reflejo de aquello que preocupa realmente a los ciudadanos. Así lo expresaba hace pocos días El Roto en una de sus viñetas. La imagen estaba ocupada por un pobre parado al que le preguntaban: “Qué prefieres, ¿Monarquía parlamentaria o República?” Y, secamente, contestó: “Un trabajo”. En efecto, hace años que el debate entre partidos es sumamente irreal e ineficaz, vacío de contenido, que por encima de todo sólo intenta atraer posibles votantes. Las posiciones republicanas de ciertos partidos a la izquierda del PSOE sólo demuestran su impotencia para encontrar líneas de actuación creíbles y realistas de acuerdo con su ideario político. Para disimular esta impotencia recurren a un talismán: la República. Como si estuviéramos en 1931. Penoso.
Pero, ¿cuándo empezó esta controversia políticamente estéril? A mi modo de ver, fue a mediados de los años noventa con los dos grandes partidos como protagonistas. Primero, el PP intentó convencernos de que el PSOE era un partido esencialmente corrupto. “Váyase, señor González”, como único argumento, ¿recuerdan? Pero, segundo, tampoco el PSOE fue manco a la hora de acusar vanamente. Sin más justificación, acusó al PP de ser un partido franquista y así había que tratarle. El doberman, ¿recuerdan?
Naturalmente, ni los socialistas eran una panda de corruptos, ni el PP era franquista. Uno era el centroizquierda y el otro el centroderecha. Algo normal, reflejo de la sociedad. Pero se intentaba descalificar al adversario y convertirlo en enemigo. Ambos olvidaban que una democracia, si quiere ser eficaz, consiste en un sistema de diálogos que deben conducir a numerosos puntos de confluencia.
Así empezó el deterioro de nuestra democracia. Los partidos colonizaron todos los poderes, incluso los que por su naturaleza debieran ser independientes: eran enemigos. Con razón se dice que el Rey, según la Constitución, no tiene poderes y la responsabilidad de la acción política está en las instituciones y en los partidos que las dirigen. Pero el Rey, también según la Constitución, arbitra y modera el funcionamiento regular de estas instituciones. No tiene poderes pero tiene funciones.
Quizás la más urgente tarea que le aguarda a Felipe VI sea restablecer la normalidad del funcionamiento de estas instituciones advirtiendo a los partidos que son adversarios, no enemigos, que sus disputas deben versar sobre actuaciones políticas concretas, no sobre juicios de intenciones. Que el franquismo se acabó hace ya mucho tiempo y que de los ladrones se encargan la policía y los jueces.
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