Nacionalizar la Monarquía
A lo largo de sus casi 39 años de reinado, don Juan Carlos ha intentado que la institución sea vista en España como una parte más del paisaje
Los reyes mueren en la cama o en el campo de batalla, menos en el siglo XXI, en la nueva sociedad acelerada que se devora a sí misma, de la globalización, el conocimiento y la tecnología. Por encima de todo, el primer mandamiento de un rey es asegurar la continuidad de la Corona en su sucesor, garantizar el tránsito pacífico y estable de una institución que desde el estricto raciocinio resulta difícilmente comprensible. En la mañana soleada del 2 de junio de 2014, 65 años después de llegar a la mísera España de Franco como un bachiller asustado, y casi 39 años después de ser proclamado rey por las Cortes de la dictadura, Juan Carlos I abandona sabiamente la escena.
Llevaba muchos meses el Rey dándole vueltas a cómo realizar el enganche entre los dos reinados, el suyo y el de Felipe VI, cómo hacerlo de la manera más natural posible sin que produzca terremoto alguno. Hacerlo con naturalidad, con visión histórica, con la idea de afirmar la continuidad de la institución con el objetivo de que los españoles vean el tránsito casi como el orden natural de las cosas, no como un acontecimiento extraordinario. Esto no ha ocurrido así desde hace más de un siglo, cuando Alfonso XIII sucedió a Alfonso XII tras la regencia de la reina madre María Cristina.
Ha mantenido el ámbito del poder moral y ha sabido despedirse a tiempo
Al Rey le ha vuelto a funcionar la intuición, ese instinto especial que define su carácter. Por encima de su deseo, y forzando su voluntad sin duda, don Juan Carlos, consciente de la debilidad institucional por la que atraviesa el país y de las evidentes goteras surgidas en la Corona, pone fin a su reinado. Un reinado inacabado, pero cuyo sorpresivo final mostrará todo su sentido si el juancarlismo bajo el que hemos vivido cuatro décadas asienta y renueva la institución. En el fondo, el Rey ha dado una batalla principal desde 1975: lograr que la Monarquía sea vista en España como parte del paisaje, como ocurre en el Reino Unido. Y se va, a su pesar, sin haberlo logrado. Puede que su acto final de renuncia sirva para salvar la Corona en su sucesor que todavía no ha cumplido 50 años. Que la cadena funda los eslabones; la aceptación de que el futuro es más importante que un presente ya agotado.
Para muchos de los lectores, en papel, de este periódico, que tiene solo un año menos que el reinado de Juan Carlos I, para mí mismo, que asistí a su proclamación el 22 de noviembre de 1975 en el actual Congreso, las últimas cuatro décadas han sido sin duda los mejores 40 años de nuestras vidas. Esta sensación solo ha sido rota por los destrozos de la formidable crisis económica y social que nos ha sacudido a partir de 2008.
Por lo tanto, hemos crecido humana y profesionalmente transitando desde la dictadura, el aislamiento de España, a la democracia, a la apertura al mundo, al cambio rotundo de sociedad bajo la égida de un Rey que no ha gobernado, pero que nos ha acompañado, desde el otro lado del espejo, en esta larga transición del cero al infinito, que hoy muere.
Juan Carlos I supo superar sus defectos de origen: hijo de un Príncipe de Asturias que nunca reinó, don Juan, y nieto de un rey, Alfonso XIII, derrocado por la II República, y heredero de un general que ganó una guerra civil. No lo tenía nada fácil y, contra todo pronóstico, pudo desembarazarse de los principios del Movimiento, que juró, para dar paso a una rápida transición a la democracia que asombró al mundo.
Las luces sobrepasan a las sombras, aunque estas estén próximas
Pilotó el cambio, aprovechando el empuje de la joven vieja guardia que comprendió que después de Franco solo era factible la democracia, y de una oposición débil que admitió enseguida la imposibilidad de una ruptura. Fue un pacto de realismo, una apuesta sensata, no la traición de una izquierda que se bajó los pantalones ante los poderes fácticos, como últimamente se quiere definir esa época a la que debemos todo cuanto somos hoy como país.
Don Juan Carlos inició su reinado muy atado aun por los personajes, resortes y poderes fácticos del franquismo. No pudo, no tenía fuerza suficiente, para designar a su primer jefe de Gobierno y tuvo que tragar durante los primeros seis meses al último primer ministro de Franco, Carlos Arias Navarro, que intentó configurar la monarquía franquista.
A comienzos del verano de 1976, el Rey, harto del ninguneo al que le sometía Arias y viendo que peligraba la monarquía y el futuro democrático, dio un golpe de timón que sería fundamental. Eligió a Adolfo Suárez, una criatura política del Movimiento, fuera este lo que ya fuera entonces, como jefe de su Gobierno. Don Juan Carlos, con Suárez y un enrevesado profesor de Derecho Político procedente también de los establos franquistas, presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, formó el trío que desataría el nudo gordiano del régimen que se resistía a morir.
Llevaba meses dándole vueltas a cómo enganchar los dos reinados
Actuó con enorme rapidez provocando el haraquiri del régimen franquista, que votó una Ley de Reforma Política que sirvió de abrelatas de la democracia. En rápida sucesión, se produjo la legalización de los partidos políticos prohibidos, de momento no el PCE, de los sindicatos ilegales, comenzaron a volver los exiliados de la contienda civil, se decretó una amplia amnistía política. Se resistieron los militares, y fueron cesados algunos mandos importantes; se desató la presión en la calle, huelgas, manifestaciones, reclamaciones territoriales de autonomía en el País Vasco y Cataluña; el terrorismo de ETA multiplicó sus ataques.
El nuevo régimen pasó momentos muy difíciles y sufrió atentados horrendos: el asesinato de un grupo de abogados laboralistas del PCE, en su despacho de Madrid. La presión de la izquierda logró la convocatoria de unas Cortes Constituyentes, tras las primeras elecciones democráticas de Junio de 1977, ya con la presencia del Partido Comunista de Santiago Carrillo. Se elaboró una Constitución en la que todos cedieron y don Juan Carlos, ya sin poder real alguno, se convirtió en Rey de todos los españoles, algo a lo que se había comprometido desde el día de su proclamación.
La Constitución legitimó jurídicamente a don Juan Carlos y a la Monarquía. Más tarde llegaría su legitimación fáctica cuando afrontó y detuvo en 1981 un breve golpe de Estado de una parte minoritaria del Ejército. Un año después, en el otoño de 1982, el Rey obtuvo el respaldo popular definitivo, cuando el PSOE de Felipe González, se encaramó al poder. La primera vez que un partido de izquierdas gobernaba democráticamente en una Monarquía española. Llegaron luego tiempos de vino y rosas para España: crecimiento económico, importantes cambios sociales; sujeción definitiva de los militares al poder civil, ingreso en la OTAN y en la Comunidad Europea.
Volvió la derecha al poder y luego de nuevo los socialistas y, otra vez, los conservadores. Se amplió la familia real, se casaron los hijos. El Rey se confió y quizás incluso comenzó a aburrirse: ya había dado varias veces la vuelta al mundo vendiendo la marca España. Apareció su declive físico, la familia ampliada incurrió en comportamientos inadecuados, incluso presuntamente delictivos. La magia intocada e intocable de la institución comenzó a desvanecerse. La ejemplaridad de la primera familia del país, clave del apoyo que recibía la Corona, comenzó a deteriorarse. La edad y la salud del Rey empeoraron y don Juan Carlos llegó a pedir perdón por alguno de sus comportamientos.
El reinado de Juan Carlos pasará a la historia como uno de los más fructíferos de la Historia de España. Las luces sobrepasan con mucho a las sombras, aunque estas estén más próximas y ahora las recordemos más. El Rey sí ha nacionalizado la Monarquía, como intentó Canalejas con Alfonso XIII, sin lograrlo, “de manera que fuera de ella no quedara ninguna energía estéril”. Ha consolidando la concordia nacional efectiva. Ha mantenido con gran dignidad el ámbito de poder moral y, lo más importante, ha sabido despedirse a tiempo. Ahora provoca una renovación generacional. Tenía 37 años cuando fue proclamado. Con 76 nos dice adiós con dignidad. Larga vida al Rey.
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