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Vivos tras el ataque del grisú

Cinco mineros sobrevivieron en 2006 a una explosión de metano en una mina de León

Lola Hierro
Alfredo perdió la voz durante ocho meses en 2006 porque el grisú le quemó las cuerdas vocales.
Alfredo perdió la voz durante ocho meses en 2006 porque el grisú le quemó las cuerdas vocales. ULY MARTÍN

Una explosión... y el silencio. “¿Estáis todos? ¿Quién falta?. No ves a nadie. La oscuridad es tan impenetrable y hay tanto polvo, que no encuentras a tus compañeros ni aunque estés hombro con hombro”. El pasado lunes, Alfredo revivió el horror que él padeció hace siete años, el día de Nochebuena de 2006. La muerte en una mina de León de sus compañeros Roberto, Juan Carlos, Orlando, José Luis, Antonio y Manuel intoxicados por el grisú, ese gas inodoro e insípido que mata sin avisar, sacudió recuerdos que tenía encerrados bajo llave en algún rincón de su memoria.

Solo hay dos diferencias entre el suceso de 2006 y el de 2013: que uno fue una explosión y otro un escape de gas. Y que Alfredo y su equipo están vivos y los seis del pasado lunes, muertos.

“Unos conservaban el casco, otros no. Uno se iba en dirección al fuego, totalmente desorientado...”, recuerda Alfredo —nombre ficticio—, minero prejubilado de 51 años, que sigue teniendo pesadillas que le despiertan sentado en la cama y envuelto en sudor. “Un jefe me dijo que pasarán 50 años y seguiré así”, explica resignado.

Dicen los mineros veteranos que, cuando ya uno ya tiene callo en el oficio, es capaz de detectar el grisú. “Notas una presión en las sienes, como si te quisiera venir un dolor de cabeza”, cuenta. A Alfredo y sus cuatro compañeros no les dio tiempo a sentir ningún dolor: la explosión les pilló desprevenidos mientras cavaban una salida de agua en las profundidades de la tierra. Estaban en el pozo Aurelio del Valle, a unos tres kilómetros de donde se produjo el accidente mortal de la semana pasada y cuyas galerías comunican entre sí. En una región del norte de España donde cada montaña y valle han sido transformados, a base de pico y pala, por el trabajo y el sudor de generaciones enteras de familias mineras.

Alfredo no tuvo voz durante meses: el grisú quemó sus cuerdas vocales

Alfredo trabajaba a unos 50 metros de una fuente de calor que la brigada de salvamento estaba pendiente de aislar. De repente, “algo” explotó. “Solo recuerdo que algo me desplazó cinco o seis metros, debió ser un estampido importante”, recuerda mientras señala su robusto cuerpo de casi dos metros de altura. Ese algo era una bolsa de gas grisú que se liberó por culpa de un desprendimiento repentino.

El minero relata su experiencia tan solo una hora después de haber asistido al funeral de sus seis amigos. Lo hace a las puertas del pozo donde trabajó 28 años, a tres kilómetros de donde murieron sus colegas. A unos metros de donde él casi pierde la vida. No había vuelto por allí desde que se jubiló, hace cinco años. Resopla, apurado, cuando se le pide recordar su lucha por la supervivencia, por salir de un laberinto a 500 metros bajo tierra, en la más completa oscuridad y envuelto en gases venenosos que se le clavaban en la garganta y los pulmones. “Es para vivirlo. Algunos sacaron el rescatador, otros... y queda en silencio, con la mirada perdida. “Otros corrimos a lo Sálvese quien pueda. Salí disparado, con el casco a rastras, y no, no usé el rescatador”, reconoce.

El rescatador. Ese instrumento de un kilo de peso que los mineros llevan al cinto y que se utiliza para protegerse de la inhalación de grisú u otros tóxicos. “Me puse nervioso y ese es el peligro de lo que pasó el lunes”, dice en referencia a sus compañeros. “Si alguno se hubiera contenido, igual ahora estaría vivo, pero en momentos así es difícil guardar la calma”.

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A tientas, los temblorosos dedos de Alfredo y los otros cuatro accidentados dieron con el monorrail por donde entran los materiales. El sonido de las turbinas les acabo de orientar, salvándoles la vida. Salieron a trompicones, sucios, medio asfixiados, magullados, algunos con trozos de carbón clavadas en la espalda, y con la adrenalina por las nubes. “Es un nerviosismo, una euforia... si en ese momento te dicen que metas la cabeza por un muro porque sales por el otro lado, lo rompes a cabezazos”, dice el minero, muy excitado.

Alfredo y sus compañeros no debían estar trabajando en esa galería. Solamente un mando intermedio de la explotación, un “encargadillo”, como le llama este superviviente, sabía que se encontraban allí. El mismo que les ordenó hacer la salida para el agua que se había estancado. Por eso, Ramón, el capataz, corrió desbocado a buscarles en cuanto le comunicaron que cinco de sus hombres estaban en el mismo punto donde se había registrado la deflagración.

Salieron por su propio pie de la mina y así llegaron al hospital que la Hullera Vasco Leonesa, la empresa propietaria de las minas, tienen en la vecina localidad de Santa Lucía. Alfredo perdió la voz durante ocho meses porque el grisú le quemó las cuerdas vocales, pero esa noche cenó con su familia como si no hubiera pasado nada. A día de hoy, su madre no sabe que estuvo al borde de la muerte.

Algunos sacaron el rescatador. Otros corrimos a lo 'sálvese quien pueda”

No quiso pedir la baja, por lo que el 7 de enero volvió al tajo sin voz y con el susto en el cuerpo. “Después de una noche de no dormir, llegas y todo son visitas. Me fueron a ver todos los compañeros, los jefes, los capataces, el ingeniero y hasta el subdirector”. Pero si algo le quedó de ese accidente, fue el miedo, un miedo que aún se lee en sus ojos. “Que yo para allí no entro, Nicanor, que no”, le decía a su jefe. Nunca volvió a pisar ni la galería donde sufrió el accidente ni sus alrededores, y la última curva antes de llegar al flanco sur se convirtió en una muralla inexpugnable cada vez que tenía que transportar gente o herramientas. Nunca le pusieron ninguna pega.

En los dos años siguientes, los últimos hasta que se prejubiló, Alfredo se sintió como un rey en la mina. Siempre le trataron muy bien, ni siquiera le reprocharon que alguna vez saliera media hora antes para ver el fútbol, pero le escamó que le insistieran tanto en quitar gravedad al asunto. “Los encargados decían que tuvimos mucha suerte porque no había pasado nada. Yo creo que era para suavizar lo que después contamos en el informe que nos pidió la compañía y el comité de empresa”.

A octubre de 2013, este minero reparte el tiempo libre de la jubilación entre su familia, sus amigos y las escapadas para ver a su Real Madrid en el estadio Santiago Bernabéu. Cuando ocurren accidentes como el que ha matado a los seis de Emilio del Valle, casos como el suyo quedan relegados al silencio, pero a él le martillean los recuerdos. “Piensas que podrías estar muerto, pero esto te hace sacar una cosa buena: valoras mucho más la vida y ganas templanza. Es lo bueno que tiene pasar una cosa mala, sí”, afirma convencido.

La suerte a favor

Nadie sabe qué ocurrió en la galería donde trabajaban Alfredo y sus compañeros la Nochebuena de 2006. Tras una investigación por parte de la Hullera Vasco Leonesa, la sección de minas de la Junta de Castilla y León y el Comité de Empresa, la explicación más plausible es que un desprendimiento liberara una cantidad de grisú que, al entrar en contacto con la fuente de calor, estalló, explica el delegado sindical de UGT, Antonio Colinas. Si los cinco de 2006 salvaron la vida fue la suerte estuvo de su parte: la explosión consumió gran parte del grisú liberado, estaban a unos pocos metros de la galería principal, donde había aire bueno, y tenían la ventilación a favor. “Y, al ser una explosión, huimos instintivamente, algo que no pudieron hacer mis compañeros porque a ellos el grisú les mató sin avisar”, completa Alfredo.

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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