El nuevo cuerpo del capitalismo
Las metáforas deportivas invaden el discurso del PP. Es el esnobismo neoliberal que hace recaer toda la responsabilidad de la crisis económica estructural en un desafío apolítico de autosuperación individual
A pesar de las recurrentes jeremiadas actuales sobre la ausencia de una “educación en valores”, no parece que todos estén en crisis. Es más, a medida que se tilda de utópica toda reconstrucción keynesiana del Estado y los mercados dan la bienvenida al fin de la historia, uno de ellos se afirma como último catalizador de distinción: el deporte. Ya Max Weber había señalado agudamente que allí donde el afán de lucro había experimentado “su mayor liberación”, en Estados Unidos, este impulso, despojado de su sentido metafísico, tendía a asociarse a una “pasión agonal” que le confería un carácter deportivo.
No deja de haber algo de justicia poética en el hecho de que el Museo de Cera madrileño haya trasladado la estatua de Iñaki Urdangarin a la sala deportiva. La figura del duque de Palma aparece desde hace semanas con atuendo informal, mirando hacia la galería donde se encuentran prohombres como Iker Casillas o Miguel Indurain. Se ha comentado hasta la saciedad en este caso el presunto abuso del prestigio de la Casa Real para hacer negocios, ¿pero no indica el escándalo del Instituto Nóos más bien una inquietante alianza entre empresa y atletismo especulativo?
Este seductor matrimonio entre el deporte y el business es hoy, en efecto, moneda corriente. No solo es normal ver a famosos exdeportistas entrenar a altos ejecutivos en labores de liderazgo y coaching. El nuevo espíritu del capitalismo presume de ser vigoréxico. ¿Motivos? Esta entronización del deporte como valor indiscutible se ajusta a la fabricación del nuevo homo economicus. Pero este, a diferencia del empresario moralmente autocontenido en el trabajo que describía Weber, es hoy, como muestra Richard Sennett, un competidor corroído por la indefinición gimnástica de la flexibilidad y desnortado por la levedad de su presente.
Asimismo, el tipo de subjetividad activamente fomentado por la gobernanza neoliberal tiene un claro objetivo: transformar al individuo socialmente dependiente —el posible “perdedor”—, inserto en el tejido institucional de la sociedad civil, en el deportista, ese emprendedor nato amante del riesgo y ganador, único responsable de su inversión formativa y “capital humano”. Así, el nuevo fitness neoliberal no busca tanto interpelar al parado como al desempleado poco motivado, un ser perezoso a la hora de devenir empresario de sí mismo y maximizar competitivamente su marca personal. Para este neoliberalismo, parafraseando el famoso eslogan de Margaret Thatcher, “no existe eso que se llama la sociedad, sino solo deportistas”. Allí donde existía el ciudadano menesteroso, debe advenir una voluntad de hierro.
Ahora bien, por novedosa que sea esta relación entre la interpelación deportiva y la desconfianza hacia el Estado, también se acomoda al viejo mantra conservador del sacrificio. En un artículo publicado en el Faro de Vigo del 24 de julio de 1984, Mariano Rajoy escribía: “Demostrada de forma indiscutible que la sociedad es jerárquica, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado de modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada. ¿Por qué se insiste en incrementar la participación estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria”.
El autor del artículo, refiriéndose en términos elogiosos a un libro del “gran pensador” Gonzalo Fernández de la Mora, afirmaba que del mismo modo que es indiscutible que el hombre es desigual biológicamente, también lo es la desigualdad social. “Vaguedades como ‘la eliminación de las desigualdades excesivas’, ‘supresión de privilegios’, ‘redistribución’, ‘que paguen los que tienen más…’, serían expresiones de resentimiento por parte de los perdedores para denigrar a los ganadores”.
¿Diagnosticaba, así pues, Rajoy que el gran problema español era la “aristofobia”, ese odio a los mejores que ya Ortega denunciara en España invertebrada? Así parece: “Al revés de lo que propugnaban Rousseau y Marx, la gran tarea del humanismo moderno es lograr que la persona sea libre por ella misma y que el Estado no la obligue a ser un plagio. Y no es bueno cultivar el odio sino el respeto al mejor, no el rebajamiento de los superiores, sino la autorrealización propia”.
Por eso no es extraño que, contra el mal endémico de la “envidia igualitaria”, que desintegra la sociedad e impone medidas despóticas contra esa “desigualdad natural”, matriz última de la verdadera libertad (“la libertad buena”, que diría Aznar, “la libertad negativa”), Rajoy esgrima la gracia del amor y cite al autor de El principito: “Si difiero de ti, en lugar de lesionarte te aumento”. ¡Ay, qué poco se aplican esta generosa lección de Saint-Exupéry las masas ingratas!
¿Habrá cambiado Rajoy de opinión? Sea como fuere, no es esta la única aportación realizada por la antropología mariana. El actual presidente del Gobierno español, que confiesa en su más reciente autobiografía que “es difícil que deje de ver una competición deportiva de nivel”, aprecia en los deportistas los grandes valores que le gustan: “el sacrificio, el mérito, la constancia, la libertad”. Allí donde Ortega, en La rebelión de las masas, denunciaba el “señoritismo” no esforzado y satisfecho del hombre vulgar, el espíritu competitivo rajoyano parece penetrar en el secreto del mal español: esa molicie enemiga del sano ejercicio neoliberal; esa juventud descarriada por el relajo republicano en las costumbres, la falta de autoridad en las escuelas y el adoctrinamiento de la “educación por la ciudadanía”; esa mimada e irresponsable actitud que culpa de forma infantil de sus fracasos a la falta de oportunidades y que, en lugar de renacer victoriosa de los golpes del destino, de autosuperarse épicamente, como Rafa Nadal tras sus lesiones de rodilla, desprecia las reglas del fair play.
En este proceso de transformación del marco social en arena competitiva, es comprensible que la consejera de Educación de la Comunidad de Madrid, Lucía Figar, no haya tenido reparos en utilizar la metáfora deportiva para justificar el “bachillerato de excelencia”. “Rafa Nadal, Fernando Alonso o Andrés Iniesta, en algún momento dado”, ha declarado, “tuvieron que entrenarse de otra manera, con más exigencia, y con otros jóvenes que tuvieran su mismo talento”. “Eso mismo debe darse también en las Matemáticas o la Física”.
Se entiende así que, para la nobleza neoliberal, la voluntad resentida de ser “plagio”, fomentada por el gregarismo acomodaticio de las políticas estatales, solo pueda ser combatida por la incentivación de una competencia sin excesivos arbitrajes. “Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples manifestaciones”, afirma Rajoy en el artículo Igualdad humana y modelos de sociedad, “en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de vestir, en el ansia de ganar —es ciertamente revelador en este sentido el afán del hombre por vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords—, en la lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores, condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida económica… Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se conforma con su realidad, de que aspira a más, de que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse”.
“Luchar por desigualarse”. En virtud de su alquimia deportiva, el esnobismo neoliberal hace recaer toda la responsabilidad de la crisis económica estructural en un desafío apolítico de autosuperación individual. Afortunadamente, su hegemonía no es total: abriendo una enorme fisura en ese gran estadio olímpico en el que “los mercados” —al parecer, el único sujeto colectivo de nuestro tiempo— están convirtiendo nuestra sociedad, movimientos como el 15-M o la marea verde nos están enseñando una lección antropológica decisiva: la resistencia a convertir el denso entramado político de la sociedad civil en un archipiélago de empresas histéricamente insolidarias.
Germán Cano es filósofo.
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