La campaña plana de quien ya se cree presidente
Rajoy no ha arriesgado, refugiado en el mensaje del cambio y la cifra de cinco millones de parados
Mariano Rajoy se sintió presidente del Gobierno el 30 de agosto de 2003. Ese día fue convocado en La Moncloa por José María Aznar junto a Rodrigo Rato y Jaime Mayor Oreja. Ninguno de los cuatro personajes de aquella escena ha podido superar nunca ese momento: Aznar porque le salió fatal la sucesión diseñada; Rato porque se creía mucho mejor candidato que los demás; Mayor Oreja porque daba por hecho que él sería el elegido y Rajoy porque se creyó presidente y aún no lo era.
Ese día era tan grande la ventaja del PP que Rajoy sintió que no estaba siendo designado candidato, sino que, en realidad, Aznar le convertía en presidente. Solo quedaba un pequeño e incómodo trámite de una campaña y unas elecciones, pero era impensable que José Luis Rodríguez Zapatero fuera a arrebatarle un triunfo sobre el que la única duda era si sería por mayoría absoluta o no. A Rajoy le aconsejaron que mejorara su imagen, que abandonara los trajes cruzados tan antiguos y que hiciera un esfuerzo para mostrarse más próximo. Pero estaba tan seguro de ganar que rechazó los consejos y afrontó una campaña de trámite, frente a alguien para él tan intrascendente como que se hacía llamar ZP.
Tan seguro estaba que se negó a debatir y tan poco se dejó asesorar como que en los mítines se mostraba tímido y hasta inclinaba la cabeza y daba las gracias cada vez que oía que le coreaban “¡Presidente, presidente!”. Se produjeron los atentados del 11-M, la pésima gestión de los sucesos que hizo el Gobierno de Aznar y Rajoy perdió por primera vez. Pasó de casi presidente a líder de la oposición, hipotecado en su equipo y su mensaje a quien le tocó con el dedo de la sucesión. A las generales de 2008 llegó habiendo aprendido que no se gana hasta la noche electoral y hasta aceptó dos debates. Lo intentó, arriesgó e impostó, pero no pudo vencer a Zapatero.
Parte de su partido quiso acabar con él, pero él aguantó y hasta hizo un congreso en Valencia en el que hizo su propio equipo y marcó una estrategia propia. Le cayó del cielo una crisis económica sin precedentes y una gestión del Gobierno que le llevó al inicio de la campaña electoral con una expectativa de mayoría absoluta histórica. Antes, incluso, unas elecciones municipales y autonómicas le dieron un poder en comunidades y ayuntamientos que confirmaba sus expectativas.
Y así llegó a la campaña, sobrado, sintiéndose de nuevo presidente del Gobierno. Por segunda vez, aunque en circunstancias distintas, solo le faltaba el trámite de la campaña y las elecciones. Ha aceptado modernizar su vestuario y ponerse vaqueros, pantalones chinos, chaquetas claras y prescindir de las corbatas. Ha aceptado solo un debate para controlar el riesgo, pero hasta ahí ha llegado su temeridad. El resto ha sido una campaña muy conservadora en la que ha evitado cualquier mensaje que pudiera molestar, provocar la movilización de la izquierda o impulsar la estrategia del miedo a la derecha que proponía el PSOE. Por supuesto, en el temario solo tenía un asunto: los cinco millones de parados. La idea fuerza de la elección entre continuar con la política que provoca esa cifra de desempleo o el cambio hacia propuestas diferentes funciona como un tiro.
Más que una campaña electoral ha sido un paseo triunfal de celebración anticipada de su victoria en las urnas. Para eso, Rajoy ha tenido que hacer la campaña de los eufemismos: para no asustar no hay mayoría absoluta, sino “Gobierno muy apoyado” o “mayoría amplia”; no hay recortes, sino reformas; no hay privatizaciones sino “racionalización de la gestión” y no hay compromiso sobre leyes sociales, sino referencias a lo que decida el Tribunal Constitucional. Cada mitin, además, se llena de palabras como diálogo, concordia, acuerdo, cambio, unidad o esperanza. Se evitan otras como sacrificios. Por supuesto, no se toca la corrupción ni el terrorismo para no desviar el foco del paro que todo lo llena. Tampoco se menciona expresamente nunca a Alfredo Pérez Rubalcaba, no se confronta, y se repite en cada mitin que el único adversario es el paro. Quedan para los segundos o terceros escalones mancharse en asuntos como el que afecta a José Blanco. Rajoy es casi presidente y no se mancha con esos asuntos. Su única bandera es el paro.
Pasó el debate y Rajoy y su equipo de campaña salieron satisfechos, porque no habían perdido y porque según sus datos el candidato socialista no logró mermar sus aspiraciones. Por eso, se decidió seguir con la campaña plana, beatífica y anodina. Todo explotando su imagen de hombre sensato, previsible y serio, la mejor receta para tiempos revueltos. Y refugiándose en su doctrina del “dependismo”, como respuesta a cualquier pregunta concreta, y evitando las ruedas de prensa. No ha podido evitar meterse en jardines como el de la dependencia en la entrevista en EL PAÍS o el de la ley antitabaco sobre la que no se sabe si quiere cambiarla o no.
Tan plana ha sido su campaña que sus mítines han estado cargados de frases tautológicas y vacías como estas: “El cambio quiere decir que hay que cambiar”, “España tiene españoles”, “estoy muy contento de estar en una ciudad con un gran futuro”, “las pensiones se pagan con dinero”, “quiero que sepáis una cosa y además me parece importante que la sepáis”, “tenemos unas candidaturas de postín”, “tendremos un Gobierno serio”, “nos ha tocado dar la batalla en el momento en que nos ha tocado”, “haremos las reformas que dios manda y el sentido común”, “nuestros candidatos son los mejores”, “voy a empezar diciendo unas cosas y luego voy a decir otras cosas”, “os voy a decir primero una cosa y luego hablamos”, “Burgos es una ciudad de mucho pasado”, “crear empleo es bueno para el que no lo tiene”, “a estos señores del Gobierno solo puedo decirles ‘buenos días’, ‘buenas tardes’ y ‘buenas noches”, “hoy dormí poco porque me acosté tarde y me levante pronto”, “Santander es una ciudad de categoría”... Es decir, depende.
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