Astérix, Spiderman y el Banco de España
La entidad tenía como principal tarea implementar la política del Banco Central Europeo También supervisar el buen funcionamiento del sistema financiero español
Una de las explicaciones más recurrentes de la inacción política ante el desaforado crecimiento del crédito privado del que ahora estamos sufriendo las consecuencias es la perversa estructura de incentivos instaurada en el periodo de expansión económica. En la época de bonanza, los ciudadanos tenían incentivos para invertir más allá de sus posibilidades y no ver cómo se empobrecían con relación a sus vecinos; los bancos, para prestar lo máximo posible dada la disponibilidad de financiación exterior y la fuerte demanda de crédito interna; y los Gobiernos, para que la rueda crediticia no parase nunca, con el fin de seguir alimentado el consumo interno, generador de ingresos fiscales y puestos de trabajo. Aunque todos fueran conscientes de la insostenibilidad de la burbuja, las estructuras de incentivos de todos y cada uno de los agentes económicos los llevaba a comportarse de modo que esta burbuja se perpetuara hasta su (trágico) final.
¿De todos? Igual que en la Galia romana de las historias de Astérix, no todos los agentes económicos relevantes estaban obligados a sucumbir a tentaciones cortoplacistas. Un pequeño e irreductible grupo de decisores, con competencias sobre importantes áreas del gobierno de la economía (la supervisión del sistema financiero, nada menos) habían sido protegidos de esas presiones. En 1994 se había aprobado la Ley de Autonomía del Banco de España (LABE), diseñada precisamente para aislar a esta institución de las perversas influencias políticas. Gracias a esta ley, el Banco de España (BE) estaba capacitado dentro de su ámbito competencial para adoptar medidas que, aunque costosas e impopulares, fueran necesarias para el buen funcionamiento de la economía nacional.
No se puede decir que la autonomía del BE fuera papel mojado. Desde el primer momento, el BE aprovechó su independencia para criticar abiertamente (a menudo con buenos motivos) las políticas fiscales o laborales de los Gobiernos de turno. Pero más allá de una ambigua tarea de “asesorar al Gobierno” que la LABE recogía en su artículo 7.5.e, la principal tarea del banco no era dar su opinión sobre lo divino y lo humano, sino implementar la política del Banco Central Europeo (BCE) y supervisar el buen funcionamiento del sistema financiero español.
El Banco de España no utilizó su autonomía para frenar el crecimiento de la burbuja inmobiliaria
¿Cómo se comportó este grupo de “irreductibles galos” durante la crisis? Nada les obligaba a ceder ante las presiones de los votantes, que pedían financiación más barata. Ni a las de los Gobiernos, que por obvios motivos electorales deseaban poder seguir hinchando la burbuja aún más. Es cierto que la herramienta “clásica” de control del crédito (la política monetaria) no estaba bajo su control. Pero el BE supervisaba la actividad de las entidades financieras que operaban en España, y podía alterar las condiciones en las que estas entidades transferían crédito de los mercados internacionales a las familias y las empresas españolas.
A decir verdad, el BE no permaneció completamente de brazos cruzados. En el año 2000 aprobó unas nuevas normas sobre “provisiones dinámicas”, que en esencia consistían en obligar a aumentar las reservas de los bancos en función del crecimiento del crédito. Ahora sabemos, sin embargo, que estas medidas fueron a todas luces insuficientes: el crédito siguió desbocado, la banca lo canalizó de forma irracional hacia la construcción residencial (España llegó a construir en 2007 más viviendas que Alemania, Francia e Italia juntas, a pesar de tener solo una quinta parte de la población de estos tres países), y la deuda de las familias alcanzó niveles desconocidos en nuestra historia reciente. En resumen, otorgamos al BE la autonomía necesaria para hacer cosas necesarias e impopulares, pero este decidió no usarla para impedir que la burbuja inmobiliaria siguiera creciendo de forma insostenible. ¿Por qué?
Puede que los que diseñaron la autonomía del BE desobedecieran el sabio consejo de otro personaje de cómic, Spiderman, que nos advierte de que “un gran poder conlleva una mayor responsabilidad”. ¿Ante quién son responsables los directivos del BE? ¿Cómo los castigamos si sus acciones provocan desastres económicos? Precisamente por ser una institución que actuaba, en cierto sentido, sin restricciones, los ciudadanos deberíamos estar más legitimados para exigirle resultados. Sin embargo, en la Ley de Autonomía, muy celosa a la hora de proteger al BE de las demandas de los representantes políticos, el único mecanismo que se prevé para incentivar a los directivos del banco a actuar en pos del bien común es… su buena fe.
A diferencia de los políticos, que en todas partes sufren severos castigos electorales como consecuencia de la crisis, las trayectorias profesionales de los directivos de los bancos centrales no parece depender mucho de los resultados económicos de los países en los que operan, por mucho que estos resultados estén relacionados con la calidad de la gestión realizada desde estas instituciones. En España, el gobernador que presenció la expansión de la burbuja desde 2000 a 2006 fue premiado, tras el fin de su mandato, con la dirección del Banco de Pagos Internacionales, desde donde ahora lanza advertencias a los países emergentes sobre los peligros de las burbujas inmobiliarias. No parece que vaya a tener un futuro mucho peor el gobernador actual, que ha visto cómo algunos de sus supervisados eran, en sus propias palabras, “lo peor de lo peor”, repartiéndose millonarias compensaciones mientras llevaban sus entidades a la ruina y forzaban la inyección en ellas de dinero público.
¿Ante quienes responden los supervisores? ¿Cómo castigar a sus directivos si provocan desastres?
En ausencia de mecanismos transparentes de rendición de cuentas, de premios y castigos que incentiven al banco central a perseguir el bien común, ¿a qué responden las acciones de los banqueros centrales? El politólogo de la Universidad de Washington Chris Adolph argumenta en su tesis doctoral, premiada en 2005 por la Asociación Americana de Ciencia Política (The dilemma of discretion: career ambitions and the politics of Central Banking), que las trayectorias profesionales de los miembros del banco central (en concreto, sus relaciones con el sector financiero) condicionan de manera sistemática las decisiones que los bancos centrales toman.
En el caso español, cualquier “pinchazo” preventivo de la burbuja, por muy saludable que hubiese sido para la economía, habría sin duda lesionado los intereses del sector financiero y hubiese forzado al BE a enfrentarse abiertamente con él. ¿Cómo de ingenuos tenemos que ser para pensar que los intereses de los potenciales empleadores futuros de los directivos del BE no afectaron a las decisiones que se tomaron desde esta institución? (La LABE solo impide al gobernador y al vicegobernador ejercer cargos relacionados con las entidades de crédito o con los mercados de valores durante dos años después de su salida del BE).
Por supuesto que en el BE hay abnegados trabajadores con una gran formación técnica y con deseo de defender el interés público. Pero es preciso reconocer que no existen mecanismos de control democráticos y transparentes que nos aseguren que sus buenas intenciones siempre prevalecerán frente a los intereses de los poderosos grupos afectados por las decisiones del banco. Por ello, no es descabellado pensar que estos grupos acaben contaminando la actuación de los empleados de estas entidades públicas.
En el momento en que decidimos dotar de independencia política a entidades como el BE o el BCE, como ciudadanos renunciamos a nuestra capacidad de decidir colectivamente sobre el contenido de ciertas políticas bajo la promesa de que las decisiones que se tomaran desde estas instituciones serían mejores que las que nosotros podíamos tomar.
Fue una decisión tomada de forma esquizofrénica. Por un lado, partía de la desconfianza generada por el reconocimiento de que los gobernantes elegidos democráticamente tendrían intenciones electoralistas que les harían adoptar decisiones equivocadas. Pero por otro, institucionalizaba una confianza ciega en las buenas intenciones de los tecnócratas que ocuparían su lugar. La fundada sospecha de que estos tecnócratas tampoco son, como diría Madison, “ángeles”, nos debería llevar a cuestionar el diseño de las instituciones de gobierno de la economía.
José Fernández Albertos es investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.