Entre la cautela y el pesimismo
La designación hace una semana de San Sebastián como capital cultural europea para 2016 ha sido acogida favorablemente por los 27 concejales elegidos el pasado 22-M (8 de Bildu, 7 socialistas, 6 populares y 6 del PNV) pese a las enormes diferencias ideológicas que les separan. No han faltado, sin embargo, virulentas reacciones de protesta dentro del PP y del PSOE. El alcalde socialista de Zaragoza exige al Gobierno que obligue al jurado (siete de cuyos miembros fueron nombrados por las instituciones europeas y otros seis por el Ministerio de Cultura) a repetir la votación, so pena de recurrir el fallo ante los tribunales. El extraño motivo es que el presidente del comité de selección, el austriaco Manfred Gaulhofer, anunció que la resolución tendría consecuencias no solo culturales sino también políticas por su ayuda a erradicar la violencia en la capital guipuzcoana.
El relevo electoral producido hace poco más de un mes en el equipo de gobierno del Ayuntamiento donostiarra encierra la clave de esa acusación en sí misma incomprensible. La candidatura de San Sebastián fue promovida hace varios años por el entonces alcalde socialista Odón Elorza como proyecto-estrella de un programa —obviamente político— a favor de la paz y la tolerancia en una ciudad severamente castigada por el terrorismo de ETA y la kale borroka de su organización juvenil. Pero los recientes comicios del 22-M entregaron la vara de mando municipal a Bildu (la lista más votada ganadora por mayoría simple), integrada por dos partidos legales y un gran número de ciudadanos independientes que militaron hasta hace poco en las filas de Batasuna, vinculada políticamente a la banda terrorista e ilegalizada por el Supremo en 2003.
Ahora bien, Bildu afirma no ser un apéndice de ETA y ha exigido a sus cargos públicos una declaración explícita de rechazo de la violencia. Legalizada por el Constitucional con un estrecho margen, pese a ser declarada previamente por el Supremo continuadora fraudulenta de Batasuna, la coalición independentista se ha comprometido a seguir vías políticas exclusivamente democráticas y a rechazar el ejercicio, la complicidad o la disculpa de las acciones terroristas. Su mandato en el Ayuntamiento donostiarra —8 concejales sobre 27— durará cuatro años, a menos que sea antes desalojada del poder municipal por una moción de censura o ilegalizada por el Supremo. Las elecciones de mayo de 2015 decidirán, en cualquier caso, la coloración política del consistorio que gobernará San Sebastián durante su capitalidad cultural en 2016.
¿Son fiables las palabras y los compromisos de Bildu? Frente a quienes creen irreversible la decisión tomada por la coalición soberanista a favor de la paz y la democracia, las abundantes tentativas de sustituir fraudulentamente a Batasuna desde su ilegalización en 2003 alimentan las dudas razonables, las sospechas fundamentadas o la incredulidad abierta respecto a la sinceridad de sus propósitos. El alto el fuego declarado por ETA el pasado enero suscita igualmente opiniones contrapuestas: mientras los optimistas albergan la esperanza de que sea el prólogo de la disolución de la banda, las rupturas de las treguas anunciadas con engaño por ETA en 1998 y 2005 avalan el temor a que la estafa vuelva a producirse.
En cualquier caso, la mutación en certeza fanática de un pronóstico probabilístico siempre está llena de riesgos. De un lado, la cerrada negativa a la posibilidad de evolución democrática y de ruptura con ETA protagonizada por un sector mayoritario de la antigua Batasuna puede ser una de esas profecías que se cumplen a sí mismas por el mero hecho de ser formuladas: en este caso, la izquierda abertzale quedaría condenada para siempre a ser un apéndice de la banda terrorista. De otro, la ciega confianza en las promesas de Bildu, que ha mostrado ya algún preocupante signo de rechazo al pluralismo (el diputado general de Guipúzcoa no respetará en sus ruedas de prensa el bilingüismo garantizado por el Estatuto de Gernika), no puede justificar el incumplimiento de las leyes.
La preparación de la capitalidad europea donostiarra de 2016 será un excelente banco de prueba para verificar la sinceridad y la coherencia de los compromisos democráticos de la coalición. No parece verosímil que Bildu sea una máquina monolítica dirigida desde el exterior por una ETA igualmente compacta dispuesta a utilizarla como arma de guerra. Resulta más razonable suponer que esa coalición de partidos y corrientes arroje mayorías cambiantes y fluidas según cuáles sean los asuntos y recuerde siempre que el crecido número de votos cosechado el 22-M —solo comparable con las municipales de 1999— se debe en parte a su rechazo de la violencia.
La desconfianza respecto a la capacidad de Bildu para cumplir sus compromisos no se limita solo a la ruptura total y efectiva de la coalición soberanista con ETA: la prohibición de la doble militancia de sus dirigentes en ambas organizaciones, la financiación de la banda mediante dinero público de las Administraciones municipal y provincial, la filtración de información procedente de las diputaciones o de los Ayuntamientos bajo su control, el amparo dado a los comandos clandestinos y el elogio o justificación de los crímenes terroristas. La cultura democrática exige también de sus actores la defensa de los derechos humanos, la aceptación de la regla de la mayoría para la toma de decisiones, el cumplimiento de las leyes aunque su contenido disguste, el respeto a las minorías y la asunción de prácticas y usos que Batasuna ha despreciado hasta ahora. No será fácil ese aprendizaje para Bildu; ni tampoco lo será para sus adversarios acostumbrarse a una presencia emocionalmente indeseada. Queda todavía una delicada cuestión que solo cabe sobrellevar con prudencia, respeto y sensibilidad porque necesita del transcurso del tiempo y del relevo generacional para resolverse: la reconciliación de una sociedad profundamente desgarrada por más de cuatro décadas de odio y de crímenes.
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