De votos y escaños
Los padres de nuestra democracia pretendían prevenir rigideces
Parece que la primera intención de al menos varios de los padres fundadores de nuestra democracia fue la de no constitucionalizar el sistema electoral. Es decir, dejar al legislador ordinario la tarea de fijar, en cada momento, la fórmula más adecuada para convertir votos en escaños. Con ello se pretendía prevenir rigideces que, llegado el caso, impidiesen, de forma razonablemente sencilla, la adecuación —jurídicamente hablando— del procedimiento electoral a la previsiblemente cambiante realidad político-social.
El entonces portavoz de UCD en la Comisión Constitucional, Óscar Alzaga, remató su alegato a favor de la no constitucionalización con una afortunada frase de Ortega y Gasset: “La Constitución debe ser como los galgos, todo piel y huesos, y nada de tejido adiposo”. Sin mayor éxito, pues finalmente prevaleció el afán reglamentista y el acuerdo a que se pudo llegar fue fijar (artículo 68 del texto constitucional) un sistema de representación proporcional corregido por tres factores: número total de diputados (entre 300 y 400), la provincia como circunscripción electoral y un número fijo (pero sin determinar) de diputados por provincia.
La vigente Ley Electoral, edificada sobre esas insalvables restricciones, da así lugar a toda una serie de consecuencias imprevistas. La primera y más recurrentemente alegada es que los partidos minoritarios de implantación nacional se ven penalizados a la hora de convertir en escaños los votos que logran cosechar. Es el caso de IU y de UPyD. En las elecciones generales de 2008, IU logró 969.946 votos, que le valieron solo dos escaños (incluyendo en este magro bagaje el diputado de ICV-EUiA en Cataluña). Por su parte, UPyD, con 306.079 votos, solo se hizo con un escaño. En cambio, CiU, con 779.425 votos, consiguió 10 escaños, y el PNV, con 306.128 votos, seis escaños.
En otras palabras, el vigente sistema electoral prima a los partidos con fuerte implantación localista sobre los partidos con una implantación más moderada pero también más homogénea por todo el territorio nacional. Esta cuestión, sobre la que los expertos han debatido —y debaten— mucho y sobre la que se han formulado incluso varias posibles soluciones, tiende a resurgir con alguna fuerza cuando, tras un proceso electoral, un partido minoritario de implantación nacional (o al menos no solo regional o localista) experimenta un incremento en su porcentaje de voto. Es el caso ahora, tras las recién celebradas elecciones municipales y autonómicas, de IU y de UPyD. Es indudable que con otro sistema electoral que, por ejemplo, estableciera una única circunscripción con un reparto de escaños estrictamente proporcional al número total de votos en el conjunto de España, estos partidos verían aumentada sustancialmente su representación (siempre que mantuvieran el mismo caudal de votos logrado en las elecciones municipales del pasado domingo).
Pero, ¿se trata de partidos que, con otro sistema electoral, conseguirían consolidar de forma permanente una presencia estable y sustancial en nuestra escena política? ¿O se trata quizá de formaciones que tienden más bien a crecer fundamentalmente cuando otras decrecen y dejan espacio por ocupar? ¿Tienen un electorado propio y natural que solo la desigualdad de trato que les inflige el sistema electoral impide cristalizar? ¿O es acaso el no acabar de contar con un sector suficientemente amplio de votantes para el que constituyan, siempre, la primera opción lo que les hace víctimas propiciatorias de las rigideces de nuestra mecánica electoral?
Los resultados globales del conjunto de España de unas elecciones municipales no sirven para anticipar lo que ocurrirá en las elecciones generales a las que preceden. En las elecciones municipales de 2007 está el ejemplo más cercano: el PP ganó entonces por cuatro décimas al PSOE en porcentaje sobre censo (22.5% frente a 22.1%) y, sin embargo, fueron los socialistas quienes se impusieron a los populares por casi tres puntos, también sobre censo, en las elecciones generales del año siguiente (32.7% frente a 30%).
Si en el caso de estas elecciones municipales extrapolamos los resultados al caso concreto de las elecciones generales de 2012 —algo que los analistas políticos saben que no se debe hacer pero que, sin embargo, aunque sea solo por jugar, terminamos haciendo todos— ¿qué ocurriría con estos dos partidos minoritarios?
En el caso de IU, con un aumento de casi medio millón de votos entre su resultado en las elecciones de 2008 y el obtenido el pasado domingo, conseguiría multiplicar su número de diputados por más de siete (de 2 pasaría a 15). UPyD sin llegar a duplicar sus electores de hace cuatro años conseguiría, sin embargo, doblar sus escaños. Con todo, los partidos nacionalistas seguirían siendo beneficiados por el sistema: el PNV lograría 7 diputados (uno más que ahora) con apenas 20.000 votos más y CiU, 16 (seis más que ahora) con un número inferior de votos que en 2008.
En todo caso, lo que sí se produciría sería una fragmentación de la representación con hasta 19 partidos con asientos en el Congreso, la mayoría de los cuales (12) contaría con menos de cinco escaños.
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