Nuestros jóvenes nostálgicos de Franco
La ultraderecha ha sabido capitalizar el descontento de los más jóvenes por el deterioro de sus condiciones de vida
Se ha puesto de moda entre algunos jóvenes eso de que “con Franco se vivía mejor”. La ultraderecha lleva tiempo esparciendo entre sus adeptos que, al menos, entonces había vivienda y trabajo garantizado, o seguridad en las calles. Por eso, los actos para conmemorar el fin de la dictadura promovidos por el Gobierno en este 2025 pecan de bisoñez: asumir que el reaccionarismo actual es solo fruto del desconocimiento histórico, o de ultras cantando el Cara al Sol. Quizás otros jóvenes estén siendo también seducidos por el mantra de que vale la pena sacrificar ciertas libertades, si el sistema garantiza más bienestar o mejor desempeño a cambio.
Basta observar los reveladores datos de la encuesta de 40db. titulada El “desorden democrático” en España, publicada a finales de 2024: Un 26% de los jóvenes varones preferiría “en algunas circunstancias” el autoritarismo a la democracia. La tendencia era más del doble entre los miembros de la generación Z (que hoy tienen entre 18 y 26 años), y en los millennials (de los 27 a los 42 años) que entre la generación del baby boom. El propio CIS registró valores similares en 2024: uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 a 34 años no consideraba que la democracia fuera preferible a cualquier otra forma de gobierno. Y se dirá que desafección siempre hubo entre la juventud, tan inconformista, pero algunos análisis cuestionan tanta indulgencia, al sostener que esta es la generación más desencantada a su edad, una tendencia que comenzó en los 2000 y se agravó tras la crisis económica. Por tanto, es probable que ese clima de opinión beba más de un sentimiento de frustración o de insatisfacción ante el funcionamiento del sistema o de los resultados que les ofrece, y no tanto, porque ahora haya un estallido de acérrimos defensores de dictaduras que no han conocido.
Sin embargo, la ultraderecha se disfraza cada vez más de cálculo instrumental para colar su oportunista mensaje: la idea de que todo podría funcionar, incluso mejor, “aun sin tantas libertades”. Ya durante la pandemia se puso en circulación la idea de que China era el paradigma de la buena gestión, pese a que luego resultó nefasta. Pero ante una juventud que no se puede emancipar, frustrada en sus expectativas vitales y una clase media cada vez más empobrecida —este año volverá a subir el coste de la vida, por más que los datos de empleo sean boyantes— el caldo de cultivo está servido.
Primero, porque allí donde la democracia no se legitima por vía afectiva, lo hace por sus resultados. Las generaciones que se socializaron durante la Transición sienten más apego por el sistema que construyeron, o más miedo a la involución porque saben lo que implica, pero también es cierto que la generación del baby boom sigue siendo la que mayor potencial de crecimiento ha disfrutado. No casualmente, la ultraderecha se puso las botas en Valencia con la coletilla del “Estado fallido”. Solo asumiendo que el modelo actual es el estorbo para resolver los problemas ciudadanos, un lío estéril, y “que todos son iguales” es más fácil apelar a un orden idealizado.
Segundo, la ultraderecha está siendo hábil al presentarse como la ruptura frente a ese statu quo, que no siempre se ve igual de deseable. Muchos jóvenes piensan que los partidos clásicos, como el PSOE o el PP, solo velan por los intereses de la generación de sus padres. La franja de edad por encima de 65 años ha conservado sus niveles de bienestar material en las últimas décadas, mientras que la gente joven no deja de caer en esas mismas clasificaciones. De ahí bebe seguramente también su desprecio por el sistema actual, ya que asocian la democracia como tal con el bipartidismo que mayoritariamente la ha gobernado.
Tercero, porque para llegar al falso dilema de tener que elegir entre “comer o votar” la ultraderecha ha hecho el trabajo previo de despreciar la idea de libertad en sí misma. De ahí, la insistencia en vender que “antes había más libertad que ahora”. Nuevamente, solo asumiendo que los derechos de que disfrutamos valen menos, o están pervertidos, puede minusvalorarse su importancia. No es de extrañar que esos discursos calen mucho más entre hombres blancos occidentales: no ser mujer, del colectivo LGTBI, o incluso, de otro color de piel, abarata el desprenderse de la empatía ante el avance regresivo. Son mayoritariamente el caladero de voto de Alvise Pérez o Vox.
No cabe esperar demasiada reflexión en este año de conmemoración del fin de la dictadura. El Partido Popular se pondrá de perfil, incómodo como le resulta este debate, a diferencia de Vox, que encontrará la forma de alabar el pasado. Y si se cumplen los presagios que hizo Isabel Díaz Ayuso, quizás haya alguna exhibición de grupúsculos ultras, desacomplejados como están en el espacio público. Ello solo pondrá más prietas las filas del bloque de investidura, en el caso de Podemos y los independentistas. Pero de los jóvenes nostálgicos de tiempos remotos idealizados, pese a que no vivieron ese pasado, es probable que poco se hable, a no ser que dramas como el de la vivienda, al fin, se tomen en serio en España.
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