Tribunal de garantías
El Constitucional subraya la separación entre ámbito penal y ámbito político en sus sentencias sobre el caso de los ERE de Andalucía
La Junta de Andalucía dedicó al menos 680 millones de euros a un programa de ayudas a empresas en crisis durante el Gobierno del PSOE que se extendió entre 2000 y 2010. Un plan destinado a financiar las prejubilaciones de miles de trabajadores abocados al paro o a la nada. Muchos años después, con el PP al frente, la Junta andaluza mantiene activas esas ayudas. La ejecución de ese programa ocasionó entonces, bajo mandato socialista, un colosal fraude. En aras de la flexibilidad, tantas veces invocada ahora para hacer más ágil la Administración, el instrumento legal utilizado para conceder las ayudas eludía controles previos y posteriores del gasto. Sin estos mecanismos de vigilancia, la corrupción colonizó la Consejería de Empleo, desde donde se decidió y ejecutó el reparto de esos 680 millones.
La investigación judicial acreditó todo un catálogo de corruptelas: las empresas que gestionaron los seguros para el pago de las prejubilaciones cobraron sobreprecios que sumaron 66 millones de euros, unos 141 trabajadores de los más de 6.000 que recibieron las ayudas no pertenecían a las empresas afectadas por los ERE (con un fraude próximo a los 12 millones) y se concedieron irregularmente ayudas por más de 11 millones a empresas localizadas en municipios de Sevilla gobernados por el PSOE.
En 2019 la Audiencia Provincial de Sevilla —en una sentencia ratificada por el Tribunal Supremo en 2022— condenó por prevaricación y malversación no solo a los directivos de la Consejería de Empleo, sino también a buena parte del Gobierno andaluz, incluidos los expresidentes José Antonio Griñán y Manuel Chaves (condenado solo por prevaricación). Desde que se inició la investigación, numerosos juristas manifestaron sus dudas sobre la idea de que hubieran cometido malversación dirigentes de la Junta que, según todas las pruebas, no intervinieron en el reparto del dinero ni sabían que se estaba usando de forma ilícita la herramienta legislativa que habían impulsado.
Ahora el Tribunal Constitucional ha anulado, en esos casos, las condenas dictadas por la Audiencia de Sevilla y ratificadas por el Supremo porque entiende que no puede existir prevaricación en la aprobación de una Ley de Presupuestos que se votaba cada año en el Parlamento andaluz sin que la oposición presentara objeciones. Las leyes, en efecto, pueden ser constitucionales o no, pero no delinquen. No son una actividad administrativa sino un acto político. La posibilidad de perseguir penalmente cualquier iniciativa legislativa que modifique la legislación vigente equivaldría a impedir a todo Ejecutivo surgido legítimamente de unas elecciones —generales, autonómicas o locales— poner en práctica su programa de gobierno. Al entender que se han vulnerado los derechos constitucionales a la legalidad penal y a la presunción de inocencia, el Tribunal de Garantías ha restaurado la separación de poderes quebrada cuando se estimó no solo que el uso ilegítimo de la ley andaluza fue delictivo sino también que lo era la propia ley.
La derecha política y judicial ataca estas sentencias por entender que el Constitucional se entromete en la función del Poder Judicial. De atender a esta tesis, las resoluciones del Supremo, por mucho que sus interpretaciones desbordasen la ley o vulnerasen derechos fundamentales, no podrían ser corregidas por el Constitucional —que en el caso de los ERE se ha abstenido de inmiscuirse en cuestiones reservadas a los tribunales de justicia para centrarse en garantizar los derechos constitucionales— ni, llegado el caso, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De ser así, el Supremo actuaría de facto como verdadero Legislativo.
Los gobiernos presididos por Chaves y Griñán no vigilaron como debían un programa de ayudas y eso causó un daño gigantesco a las arcas públicas, pero ellos no prevaricaron ni malversaron. Su responsabilidad política la pagaron con la dimisión. Las sentencias de estos días reparan en parte el daño causado a los dirigentes del PSOE condenados —y, en algunos casos, encarcelados— por un delito que, según establece el TC, no cometieron. Garantizar la separación de poderes y distinguir entre ámbito penal y ámbito político es una garantía para todos los ciudadanos, seas quienes sean. La decisión del Constitucional no borra el mayúsculo caso de corrupción que desencadenó la gestión delictiva del citado programa de ayudas, pero coloca cada pieza en su sitio, delimita la responsabilidad, protege derechos constitucionales, y fija una doctrina que acaba con años de controversia jurídica y daños personales.
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