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Me voy de Rafah con el corazón encogido

Una coordinadora de Médicos sin Fronteras relata cómo ha vivido en primera persona los últimos bombardeos de Israel sobre civiles en Gaza

Varios palestinos transportan los cuerpos de los fallecidos en el ataque de Israel en bolsas a la espera de ser reclamados por sus familiares, el lunes en Rafah.
Varios palestinos transportan los cuerpos de los fallecidos en el ataque de Israel en bolsas a la espera de ser reclamados por sus familiares, el lunes en Rafah.HAITHAM IMAD (EFE)

A última hora de la tarde todavía hay algunos cuerpos en las bolsas blancas para cadáveres, a la espera de ser identificados. En algunos solo quedan los jirones de lo que una vez fue una persona, con una vida, un nombre y un apellido. Algunos cuerpos probablemente nunca serán reconocidos por nadie, porque su familia ya no existe.

En el aire aún se respira el olor a quemado de los que fueron pasto de las llamas. Las tiendas ardieron sin control, muchas personas murieron calcinadas. El ataque del lunes tuvo lugar en una zona que se había definido como segura, a menos de dos kilómetros del centro médico que Médicos Sin Fronteras había abierto el 15 de mayo en Tel al Sultan, en Rafah. El intenso bombardeo causó muchas víctimas, de las cuales 180 personas llegaron, con terribles heridas, a nuestro centro. Otras 31 llegaron ya muertas. Hombres, mujeres y niños heridos por metralla, con fracturas, lesiones traumáticas o quemaduras.

Dentro de unas horas dejaré Gaza, mi misión llega a su fin, y regresaré a Turín. He ido a despedirme de mis colegas en este trágico día. Estoy cansada y triste. Ha sido un día intenso, pero al final hemos conseguido dar el alta o trasladar a los heridos a los pocos hospitales que quedan, aunque ningún centro sanitario de Gaza puede soportar un flujo de pacientes como este. El sistema sanitario ha quedado diezmado y se está derrumbando.

Dejo Gaza con el corazón encogido, con el temor de que la de despedida de mis colegas sea un adiós definitivo y no un hasta luego, con la amargura en la boca por todo este desagradable dolor pegado a la piel.

Intento no pensar demasiado, para tratar de ignorar que el dolor ya entró en mí. Seguramente debió de hacerlo cada vez que veía las tiendas que se multiplicaban a lo largo de la costa, la gente que huía por enésima vez y los edificios destruidos.

O tal vez entró a través de mis oídos con los disparos, los estruendos y los gritos que escuché. He sentido este dolor en el olor a quemado, en el sudor de los cuerpos que se agolpan en un hospital pensando que es un lugar seguro, y en el olor a sal que mueve el viento.

Este miércoles espero cruzar la frontera que separa el infierno del mundo. Volveré a casa, yo que aún tengo una, pero nunca olvidaré Gaza y nunca dejaré de contarlo. Contarlo a veces salva vidas, y ayuda a no olvidar. Es hora de contarlo, de alzar la voz y de gritar por un alto el fuego, ¡ahora más que nunca!

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