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Las otras vidas
Tribuna
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Presente escrito

Para saber lo que pasó en Ucrania, lo que pasa, lo que pasará, el heroísmo sereno de quienes sostienen la trama de la vida, habrá que escuchar y leer el gran mosaico de voces innumerables de los diarios que siguen redactándose ahora mismo

Presente escrito. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

En tiempos de aflicción y trastorno las personas comunes escriben diarios. Parece que tan poderoso como el instinto de sobrevivir es el de dejar testimonio. Ahora mismo, en Ucrania, en medio de la guerra, bajo el acoso de los misiles rusos que destruyen tan heroicamente las redes de suministro de la electricidad y del agua, mujeres refugiadas en sótanos escriben sus diarios a lápiz, a la luz de las velas o de los teléfonos móviles. Escriben para dar cuenta de lo que están viviendo en el momento en que lo viven. La soledad austera del diario escrito a mano se convierte en difusión inmediata en los que se publican en plataformas digitales. Hay quien teclea en un portátil o en un móvil mientras ve desde una ventana de Kiev cómo un águila que baja despacio hacia las terrazas de los edificios resulta ser un dron contra el que disparan en vano los fusiles de la defensa antiaérea. El testigo sabe que debería correr a esconderse al lugar más seguro de la casa, el cuarto de baño sin ventanas al exterior, pero su curiosidad es más poderosa, su impulso de atestiguar y transmitir de inmediato lo que ve.

Hay quien escribe con el medio que tiene más a mano, y hay también quien en vez de escribir elige contar en voz alta y grabarlo como un mensaje de WhatsApp. El testimonio de la voz es más inmediato todavía. En la página web de Sky News se publican regularmente entradas de diario de hombres y mujeres que viven en Ucrania. Cuentan lo que ven con sus propios ojos, lo que ha sucedido unas horas antes, la tensión de lo que en cualquier momento puede suceder. Un ligero temblor en la voz matiza la sobriedad del relato. Después de varios días sin salir de su casa, en una tarde que parece tranquila, un hombre queda para cenar con un amigo en un restaurante de Kiev. Durante un rato la conversación, la comida, las voces de los otros comensales, permiten una apariencia de normalidad. Lo concreto siempre es desconcertante. De pronto se apagan las luces, y el restaurante es un lugar a oscuras donde las caras se vuelven fantasmales a la luz blanca de los móviles. Hay que pagar en efectivo, porque las tarjetas de crédito no funcionan. El narrador en voz alta cuenta que cuando él y su amigo salen a la calle el barrio y la ciudad entera son una amplitud ilimitada de tiniebla, en la que aparecen y desaparecen los faros de los coches. En otro diario oral, suena una explosión tremenda y la oscuridad se hace de golpe en el supermercado, pero nadie alza la voz y ni siquiera se desordena la cola de los clientes en la caja. Todo el mundo aguarda en silencio. Nadie se va, nadie aprovecha para robar nada.

En Berlín, en el Museo de las Culturas Europeas, puede verse el diario visual de la fotógrafa Mila Teshaieva. Vive en Alemania pero al comienzo de la invasión volvió a Kiev, su ciudad, y a través de fotos y de breves testimonios escritos fue documentando la extraña nueva normalidad de la guerra. La imaginación es mucho más pobre de lo que parece. El horror irrumpe de una manera tan súbita que desborda los sentidos y la inteligencia y ha de ser contado para que se vuelva hasta cierto punto inteligible. Los testigos mueren, las cosas empiezan a olvidarse recién ocurridas. La percepción de cada uno es limitada y fragmentaria. Los proveedores del crimen a escala industrial ponen todo su esfuerzo en destruir y también en tergiversar o borrar las huellas de su salvajismo. Una gran parte del sufrimiento de las personas corrientes no llega a conocerse, porque quedan borradas en el anonimato de la carne de cañón, como debajo de las ruinas de uno de esos bloques enormes de pisos de la era soviética que se derrumban ahora bajo el fuego de las bombas rusas. Cualquier generalización es una gran injusticia. La vida está hecha exclusivamente de detalles particulares. El nombre y la voz y la cara única de cada persona son un alegato contra el olvido y contra el exterminio. La invención literaria no es necesariamente la finalidad más noble del acto de escribir.

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La diferencia entre la escritura del presente inmediato y la del pasado es más radical todavía que la que existe entre el relato de lo visto y vivido y el de lo imaginado. “El tiempo también pinta”, dice Goya. El tiempo, según Marguerite Yourcenar, también es un gran escultor, porque simplifica y mejora con su desgaste las estatuas antiguas. Pero lo que mejor hace el tiempo es escribir. El tiempo es un editor eficiente y sin escrúpulos que suprime de la memoria la mayor parte de lo realmente sucedido, y lo que selecciona como valioso lo organiza en un relato que conduce, como en las novelas, a la culminación inevitable del momento presente. Eres la novela que te vas contando a ti mismo mientras estás despierto, intercalada por las narraciones insensatas de los sueños. Por muy bien que recuerdes o creas recordar algo, lo estás viendo siempre a través del conocimiento de lo que vino después. La única memoria verdadera, nos enseñó Proust, es la involuntaria: solo en ella brilla un instante del pasado con la inmediatez de lo que está siendo vivido.

Las limitaciones del diario son también sus mayores ventajas. No hay otra trama que la simple sucesión de los días. Y el que escribe el diario, a diferencia del historiador o el memorialista, no sabe lo que pasará mañana, ni dentro de un rato, ni lo que está pasando solo unas calles más allá. Está tan confinado en el presente como esas personas antiguas de las fotografías que miran a la cámara con toda la inocencia, para nosotros inconcebible, de quien no tiene el menor indicio sobre lo que le reserva el porvenir. Una madrugada de febrero, todavía de noche, alguien se despierta como sacudido por un temblor de tierra, expulsado sin misericordia del sueño, ensordecido y aterrado por las explosiones. A las personas nos cuesta mucho comprender los trastornos súbitos de una cotidianidad que damos por supuesta; pero quizás nos cuesta más todavía ponernos en la situación de la primera sorpresa, del primer pánico que era más grave porque no formaba parte de nuestras expectativas usuales, las que nos otorgan el sosiego, en gran medida ficticio pero imprescindible, de habitar un mundo ordenado, sometido a reglas que se pueden comprender y predecir.

Nadie comprendía al principio la escala monstruosa de lo que estaba empezando esa madrugada de febrero, pero de inmediato llegaron las predicciones retrospectivas de los expertos, que son siempre infalibles, y hasta se dictaminó de antemano el desenlace de una invasión victoriosa y tan rápida que ni merecería el nombre duradero de guerra. Para saber lo que pasó, lo que pasa, lo que pasará, la crudeza de lo inaudito, el heroísmo sereno de quienes sostienen, en mitad de un apocalipsis, la trama ordinaria de la vida, habrá que escuchar y leer el gran mosaico, el collage de voces innumerables de los diarios que siguen escribiéndose ahora mismo.

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