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ANATOMÍA DE TWITTER
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Instrucciones para llorar

Las lágrimas más potentes se derraman por un pequeño incidente mientras pasa una catástrofe mayor. Para eso se debieron inventar las redes: para llorar tragedias chiquitas en plena debacle

'Las lágrimas' (1930), de Man Ray.
'Las lágrimas' (1930), de Man Ray.EFE

Lo bueno de llorar en Twitter es que hay muchas formas de hacerlo. Siempre puedes elegir qué lloro te encaja mejor. La clave es cómo lo nombren. Primera regla: de los que sacan la foto del lloriquín de El Chiringuito de Jugones a la primera interacción hay que huir. Esos son los peores. Son los abusones que pedirán “buahambulancias”, te mandarán “a la llorería” y entregarán a su primogénita con tal de salir en @mejoreszasca, el BOE de los faltones. Silenciarán tu llanto como se abucheaba desde la última fila del bus escolar: montando barullo y mal. No hay candados suficientes para protegerse de los que te llaman “llorica”. Tirarán de comodines viscosos que siempre leyeron a otros primero, como esa “hostia que se ha oído hasta en Sebastopol” que lleva años retumbando con su eco molesto y que esconde un déficit de abrazos.

La poeta Heather Christle contó en El libro de las lágrimas que si ves llorando a alguien junto a un coche lo más probable es que te acerques a ofrecer ayuda, pero que si está haciéndolo dentro no dirás nada, pasarás de largo y respetarás su llanto. Intuirás esa privacidad y sabrás que ahí dentro está a salvo. En Twitter todos estamos soltando lágrimas junto a esa puerta. Los más majos serán los del shitposting, los de postear basura irónica que nunca lo acaba siendo. Subirán fotos de gatos llorosos que miran por la ventana diciendo “Me boi a aser la automorision” y buscarán cómplices con los que reírse con esas faltas de ortografía entre tanta desdicha. Los aprovechados, los del sadfishing, querrán pescar tu atención romantizando tu tristeza con lemas monetizables: “Fin del verano: lloradita tranqui y 2x1 en Uber Eats”.

Si me preguntan diré que en Twitter hay días de lloros absurdos y que esos son los mejores. Son los momentos Campofrío, por aquel anuncio que quiso curar el guerracivilismo político de todo un país vendiendo embutidos. En esos instantes se firma una paz momentánea, como cuando se intercambiaban pitillos en las trincheras y luego se seguía pegando tiros como si nada. Ahí no hay frente ideológico que valga. El dedo se relaja y replica eufórico los vídeos de señoras felices que cantan con alpacas en la montaña o gatos convertidos en sirenas antiterremotos. Esos días lloramos hermanados con un “JAJAJA mira esto por favor” y nos llevamos ese llanto gozoso a otras redes así, atropellado, porque a la urgencia de pasar ese tesoro evasor no hay coma ni corrector que lo frene.

En Twitter los días malos son de lloros egoístas y dispersos. Cuando nos falta contexto y salimos de ahí más cansados y con una migraña rara, como si nos hubiese salido un quiste nuevo en el cuerpo. Los buenos son los de las lloradas de grupo. Esas son jornadas brillantes y rápidas en las que el ingenio se dispara como un cohete y sentimos que ya no escribimos solos en ese muro de lamentaciones porque se nos ha sintonizado la mente.

Dicen que las lágrimas más potentes se derraman por un pequeño incidente mientras pasa una catástrofe aún mucho mayor. Como quien moquea por un vaso roto en pleno divorcio. Para eso se debió inventar Twitter: para llorar tragedias chiquitas en plena debacle. Puede que aquí afuera la tensión dominante la dicte el terror a un virus y una guerra inminente, pero ahí dentro se vivirán sentidas terapias grupales por cualquier otro detalle. Rebosaremos lágrimas en caliente, pero también quedarán las que nunca se enfrían. Esas son las más peligrosas. Como los torrentes del Benidorm Fest, que nos ha dejado suspendidos en bucle durante días gritando en círculos, retorciendo opiniones de sociopolítica por haber perdido la teta y la pandereta en un concurso de canciones en el que antes siempre primaba la diversión. Ese es uno de los peligros de llorar en Twitter: lo que separa esa sensación de comunión instantánea de la del berrinche delirante apenas dura lo que tres saltos de scroll.

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