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Tribuna
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Casa abierta de puertas cerradas

Portugal no crece, corre el riesgo de quedarse atrás entre sus socios europeos. Y ‘el idiota’ en forma de coronavirus está provocando un enfrentamiento ideológico que no se daba desde hace mucho entre los portugueses

Casa abierta de puertas cerradas / Lidia Jorge
Eduardo Estrada

Mi vida es el mar abril la calle

Mi interior es una atención vuelta hacia afuera

Sophia de Mello Breyner Andresen

Cualquiera que esté familiarizado con la literatura conoce el poder magnético que ejerce la figura del necio en el curso de la acción. Basta recordar el poder abrumador del príncipe Mishkin. El comportamiento inusual y la bondad del protagonista de El idiota, concebido por Dostoievski, obliga a sus familiares, a la mujer que ama y a sus amigos a revelar caracteres y comportamientos que de otro modo habrían quedado desvaídos bajo el efecto alisador de la normalidad. En cierto modo, el coronavirus de los últimos dieciocho meses ha funcionado como el idiota universal y malvado que obliga a cada uno de nosotros, a cada nación y a cada país, a mirarse al espejo y a revelarse como ninguna de las crisis recientes lo había hecho hasta ahora.

Como es bien sabido, ha habido de todo, empezando por enfrentamientos entre países, que acaparaban lo que podían, en un admirable juego de intereses, afirmando como principio dominante el egoísmo sagrado de las naciones. Y muchas más cosas. Robos de mascarillas, desvío de respiradores, ridículas carreras por ser los primeros en índices de vacunación, dificultades para compartir conocimientos, espionaje, fanfarronadas sobre métodos para lograr la inmunidad de grupo, negacionismos absurdos de algunos jefes de Estado. En última instancia, el coronavirus, en su papel de idiota, transformó el planeta en un enorme escenario donde cada uno se exhibía para revelar su carácter íntimo a través de la actuación pública.

Afortunadamente, la Europa comunitaria, acusada de ingenuidad, incapacidad y lentitud, ha llegado al momento actual con las cuentas en regla. Y pensar que, en los últimos días de 2019, cuando sospechábamos que las vacunas solo serían para unos pocos y que cada ciudadano tendría que pagárselas, dejando de lado a los más pobres, muchos firmamos documentos reivindicando que fueran gratuitas y universales. Era como si firmáramos un manifiesto contra una desigualdad que nos parecía inevitable. Al final, no fue necesario. La ciencia, la tecnología, la medicina y la conciencia de que somos un solo pueblo sobre la Tierra, hicieron lo que debía hacerse. Ahora que todas las heridas siguen abiertas, no hay semántica posible para el elogio, pero sin duda, en un día no muy lejano, la forma en la que se ha universalizado la lucha y en la que están avanzando los países hacia la solidaridad con regiones sin recursos, si llega a concretarse, será saludada como uno de los logros que recordaremos de este difícil presente nuestro. Y en ese ámbito, el de compartir y el del entendimiento fronterizo, España y Portugal, salvo algunos sobresaltos, hasta ahora se han entendido bien.

Nosotros, aquí de este lado del Atlántico, obligados por el idiota universal, también hemos subido al escenario para representar nuestro momento de singular relevancia. Hay rasgos particulares que definen estos días portugueses en los que registramos, una vez más, la segunda tasa de contagios más alta de Europa. La explicación de tanta montaña rusa no resulta convincente. Fuentes oficiales aseguran que la presencia de la variante delta proviene de contagios traídos por emigrantes del Este. Dicen que es una explicación científica, pero suena a diplomática. Como muchos predijeron, los turistas del Reino Unido, en parte asociados a lamentables episodios vinculados al fútbol, hacen que la población señale con el dedo a las Islas Británicas.

Por su geografía, Portugal es un país atlántico, abierto a amplios espacios, a múltiples culturas, con una intensa transacción cultural con los continentes de ultramar, y en eso tiene evidentes paralelismos con el Reino Unido. Pero en este actual juego de egoísmos nacionales y complejos de supremacía, Boris Johnson ha tratado a Portugal de forma incomprensible. Ello, como una de las muestras del malestar portugués en estos días, nos recuerda que, a lo largo de la historia, nuestro aliado más antiguo, siempre que ha podido, ha tratado a menudo a Portugal como su mozo de cuadra. De este lado no sé si hay resentimiento, pero yo diría que al menos hay resquemor. Oficialmente está oculto, pero entre la población, que convive a diario con británicos, turistas y residentes, apenas se disimula. Con todo, es un problema menor para los portugueses que se enfrentan a la covid en estos días. El país que se definió a sí mismo como la costa oeste de Europa tiene las puertas cerradas.

El principal problema que se vislumbra en el horizonte para el próximo otoño tiene perfiles incómodos. Es el fantasma del endeudamiento, asociado a la mala evolución de la economía. Portugal no crece, corre el riesgo de quedarse atrás entre sus socios europeos. Y el idiota en forma de coronavirus está provocando un enfrentamiento ideológico que no se daba desde hace mucho entre los portugueses. Por un lado, nuestro atraso todavía se interpreta como una herencia de la época del Estado Novo, que fue derrocado hace más de 47 años, lo cual es incomprensible. Para otros, en cambio, las dificultades están ligadas con la deriva socialista de los gobiernos de izquierda, e invocan a su favor el crecimiento puntual que se produjo en algún momento de la época de Salazar. El enfrentamiento ha sido esclarecedor. Pero la discusión no esconde que, si bien hay algo de verdad respecto a algunos avances de la dictadura, sobre esta retórica pesa un fuerte deseo de blanquear las acciones del dictador. Por encima de todo, coincide con la necesidad de la nueva derecha de aproximarse a la extrema derecha, que hace tres años se reveló en bloque, sorprendiendo a muchos.

No había razones para la sorpresa. Esta siempre ha estado oculta en las tripas de la democracia portuguesa, simplemente no había encontrado la forma de revelarse. Ahora la ha hallado y ahí está con todos los condimentos típicos de los partidos de extrema derecha europeos. Con toques de trumpismo resiliente. Y el problema es que la covid proporciona leña seca para esta hoguera. El lenguaje se descompone. Las palabras llegan cargadas de odio, como si entre la agresión verbal y la agresión física solo hubiera una cerilla. “Abajo la derecha blandita”, grita la derecha dura. Recientemente, durante una manifestación extremista, se colgaron sogas con nudos en la puerta del Tribunal Constitucional de Lisboa, en una réplica de la horca erigida el 6 de enero alrededor del cuello de Mike Pence, frente al Capitolio. ¿Que estos activistas son solo unos pocos cientos de personas? Es cierto. Pero ocupan un espléndido espacio mediático. Y, por encima de todo, contaminan el discurso de los partidos conservadores y liberales moderados. Leer lo que escriben los extremistas en las redes sociales es como pedir permiso para entrar en una carnicería.

Pero esto es solo el ruido de los días.

Porque el gran idiota planetario está acelerando un cambio que solo puede conducir a un mundo más justo. Al margen de tanta algazara, la presidencia portuguesa del Consejo de Europa, que acaba de finalizar, ha de considerarse un éxito. Y hay espacios serenos para hacer prevalecer, junto a los jóvenes, la importancia de la cohesión social y el significado de la economía verde. E incluso en materia de transición digital, existen foros y páginas de periódicos que llaman la atención sobre el valor de la cultura, la lectura, la literatura, el arte y la poética para que podamos sobrevivir en el futuro como hermanos. Si esto prevalece de aquí en adelante, ninguna puerta seguirá cerrada.

Lídia Jorge es escritora portuguesa, premio FIL de Guadalajara (México).

Traducción de Carlos Gumpert.

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