No voten por ellos, son tan malos como nosotros
Los dos bandos que esta semana se disputan las urnas optaron por radicalizar a su propia clientela, en lugar de ir por la otra
Se dice que las elecciones de mitad de sexenio constituyen una suerte de evaluación del gobierno en turno. Más en este caso, en que los opositores al mandatario Andrés Manuel López Obrador, los partidos PRI, PAN y PRD (en teoría de centro, derecha e izquierda respectivamente) han decidido desdibujar sus propias identidades y fusionarse en un bloque unido para competir contra el partido del presidente. Si por ellos fuera, la boleta electoral no pediría marcar por un partido sino responder a una única pregunta, algo así como: ¿estás de acuerdo o en desacuerdo con darle al presidente el control de las Cámaras para cambiar las leyes a su capricho? Una pregunta que, enunciada desde el obradorismo sería formulada de otra manera, desde luego: ¿Estás de acuerdo o en desacuerdo con que el presidente se apoye en las Cámaras para consolidar los cambios a favor de los pobres?
Pese a la narrativa contrastante, lo que se observa es que las dos partes han hecho todo lo posible para convertir a estas elecciones en una disputa por la mayoría calificada de la cámara (dos tercios más uno, es decir, 334 de un total de 500 curules). El obradorismo con el fin de conseguirlo, el bloque opositor con el propósito de impedirlo. Ciertamente hay muchas otras contiendas metidas en esta elección, quince gubernaturas, las principales alcaldías del país y la mayoría de los congresos estatales. Para los partidos de oposición, en lo individual, todos esos frentes son estratégicos incluso para su sobrevivencia: huérfanos del andamiaje federal, requieren bastiones regionales desde los cuales puedan reconstruirse y soportar la temporada de vacas flacas. Pero para la alianza en su conjunto y los grupos empresariales y de la sociedad civil que le apoya, la verdadera batalla está en impedir el control del poder legislativo por parte de Palacio Nacional.
Y paradójicamente, en eso coinciden puntualmente con López Obrador. Si alguna lección le deja el primer trienio es que con lo que tiene no le alcanza. El presidente sabe que sin las reformas constitucionales el pretendido cambio de régimen quedará en leyes secundarias y políticas públicas sexenales, muchas de las cuales incluso ahora son paralizadas en tribunales por entrañar contradicciones constitucionales; es decir una Cuarta Transformación efímera, nada que el siguiente gobierno no pueda deshacer de un plumazo. Las dos partes, pues, identifican que la elección de la Cámara es un parteaguas que puede decidir en un sentido u otro lo que resta del sexenio.
Otra involuntaria similitud entre los dos bandos es que ambos eligieron básicamente la misma estrategia para la batalla: apelar a su propia base social, predicar a los conversos. Ni los partidos políticos de oposición, ni los actores sociales descontentos con la 4T buscaron realmente apelar a las mayorías que votaron a favor de López Obrador para disuadirles y atraerlas a su causa. Para hacerlo tendrían que haber construido un mensaje creíble con respecto a las preocupaciones que tienen estos grupos: pobreza, corrupción, injusticia social, inseguridad y desigualdad. Han criticado hasta la saciedad las propuestas que el obradorismo ha puesto en marcha respecto a esos problemas, pero han sido incapaces de plantear cualquier alternativa para contraponerse al programa oficial. Incluso en el caso de que tuviera éxito la descalificación que se hace de la 4T, a partir del abrumador manejo de medios que la oposición posee, los sectores populares podrían concluir que, aun cuando cometa errores, al menos el presidente está intentando hacer algo por ellos, a diferencia de quienes lo critican. La parte de la argumentación que se centra en acusar a los de Morena de ser tan corruptos como los de antes, es en sí misma un tiro al pie, porque quienes la esgrimen son percibidos como los de antes. Equivale al auto incriminatorio exhorto: “no voten por ellos, son tan malos como nosotros”.
Lo que sí han logrado los adversarios del presidente es profundizar el desamor de todos aquellos que no simpatizaban con él, incluso de los que le daban el beneficio de la duda y sufragaron en su favor. Pero a juzgar por la estabilidad en la aprobación que registra el presidente en las encuestas, estos últimos constituyen una escasa franja. En suma, un tercio de los mexicanos está más convencido que nunca que el tabasqueño es un peligro para México, gracias a la campaña antiobradorista y el desgaste propio de un gobierno en funciones, pero en las urnas lo que cuenta es el número y no la intensidad. Vale lo mismo el voto de un radical converso, que el de alguien que simplemente gusta de un presidente que por vez primera critica a los ricos.
Desde la otra portería, el presidente eligió el mismo plan de juego: profundizar el vínculo con sus seguidores; predicar a los suyos. Realmente nunca intentó ir por los otros, salvo en las primeras semanas cuando hizo algunos planteamientos conciliadores. A partir de la decisión definitiva de la cancelación del nuevo aeropuerto y las reacciones que esto provocó, el presidente no volvió a intentar atraer a los sectores medios y profesionales, al empresariado moderado, a los académicos y científicos, a los actores sociales con reivindicaciones distintas a la suya pero que podrían haber sido empáticos a sus banderas (agendas de género, de medio ambiente, de derechos humanos). Apostó a su propia base social y se concentró en una narrativa más depurada de cara a lo que llama pueblo, a riesgo incluso de enajenar al resto de los actores.
En suma, intencional o no, los dos bandos que esta semana se disputan las urnas optaron por radicalizar a su propia clientela, en lugar de ir por la otra. Un plan de juego que parecería correcto si antes te ha dado resultado, como es el caso de López Obrador, y que se antoja suicida si antes ha sido la razón de tu derrota. Acentuar los vínculos con una base social que constituye más de la mitad de los mexicanos, parecería ser una apuesta sensata; atrincherarse en un segmento que piensa igual que uno aunque constituya la minoría, parecería menos acertado.
López Obrador ganó con el 53% de los votos en 2018, el objetivo realista de la oposición tres años después tendría que ser que Morena y sus aliados no pasaran del 40, considerando el desgaste que exige gobernar. En lugar de eso, consideran un triunfo que el obradorismo no llegue al 62% que persigue y obtenga el control de la Cámara. Este hecho tendría que decirles algo sobre lo que resta del sexenio. Por lo pronto veamos qué deciden los votantes el próximo domingo; un plebiscito sobre el presidente, pero también sobre la oposición.
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