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Tribuna
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Cuando todo lo real es irracional

No resulta difícil encontrar, ya sea en el mundo, en España o en comportamientos personales, pruebas de que las cosas no van bien, y uno de los resultados es que la gran perjudicada es la racionalidad

Francisco J. Laporta
Tribuna Laporta
MARTÍN ELFMAN

Nadie hubiera convencido al bueno de Hegel de que su tajante afirmación —”Todo lo que es racional es real y todo que es real es racional”— viniera a ser desmentida por tantos hechos muy reales como hemos tenido que vivir en los últimos tiempos. Porque ahora parece, en efecto, que mucho de lo que acontece como real está presidido por la más pertinaz irracionalidad. Seguro que él quería decir algo más profundo que eso, y por ello nos advertía de que no viéramos en las realidades históricas sólo lo negativo: “Es un signo de la máxima superficialidad encontrar en todas partes lo malo, y no ver en ellas nada de lo afirmativo y genuino”, escribió en La razón en la historia. Pero ya le quisiera yo tener aquí, para preguntarle por lo afirmativo y genuino que tiene hoy el tiempo que vivimos. En el mundo en general y en España en particular.

Empezando por el mundo, por la disparatada tasa de incremento de población que hemos producido en los últimos años. Nuestras decisiones individuales han generado un resultado colectivo poco menos que insostenible que amenaza con llegar a los 11.000 millones de seres humanos a final de siglo. O la ya innegable realidad del calentamiento global progresivamente acelerado, que determinará transformaciones tan decisivas en nuestro hábitat natural que acabarán casi con seguridad en una catástrofe provocada contra nosotros mismos. O el mundo desbocado de la comunicación en la Red, una suerte de estado de naturaleza electrónico en el que caben todas las agresiones, mentiras, manipulaciones y calumnias, y que va mutando paulatinamente en algo parecido a un panóptico universal en el que todos somos a la vez vigilantes y vigilados. O el quebrantamiento severo del orden de convivencia internacional en favor de una política de hegemonías, tensiones y amenazas que se encamina paulatinamente a un conflicto armado de esos que pueden ser decisivos. No hay atisbo alguno de racionalidad en este sombrío panorama.

Y ¿qué decir de nuestro querido país? Por más que sea ya evidente que la cooperación entre los miembros de un todo social produce beneficios superiores a los que la sociedad tendría de otro modo, aquí nos hemos instalado firmemente en el conflicto. La virtud que parece más de moda es la intolerancia. No transigir es el primero de los mandamientos de nuestra clase política. Se ha dicho que las Cortes Generales no nos representan. Todo depende, claro. Pero en alguno de los sentidos que tiene la idea de “representar” hay que felicitarse por ello. Si lo que sucede en el Congreso de los Diputados fuera un trasunto de lo que sucede en la sociedad, estaríamos al borde de la guerra civil. Aunque quizás hayamos conseguido ya reunir algunos de los ingredientes de los que se alimenta: fabular etnias superiores, promover la secesión de territorios, despertar la vieja bestia del autoritarismo y escindir profundamente sociedades enteras. Desde fuera, algunos vuelven a contemplarnos a veces con esa curiosidad morbosa del que espera una nueva carnicería.

Pasado el relámpago que hoy se nos antoja fugaz de la Transición, sobre el que se quiere echar ahora un poco de basura, parecemos poseídos otra vez por el apetito autodestructivo. Hemos conseguido alterar de tal modo el sentido profundo de nuestras instituciones políticas que llevamos camino de convertirlas en una imagen deformada de lo que dicta la razón, un esperpento. Las Cortes, en bronca permanente, ya lo son. Como lo son también el Tribunal Constitucional y el órgano de gobierno de los jueces, viciados antes por los arreglos, “prorrogados” ahora por los boicots. Y no digamos el famoso Estado de las Autonomías, en esa estúpida carrera en pos de competencias con tal, eso sí, de que yo sea el que gaste mientras otro sea el que paga. Ya empezamos a barruntar en qué puede acabar el deslizarse por esa pendiente de irracionalidad.

El resultado más perverso es que la gente empieza a no creer en nada. En el pasado siglo hubo una literatura recurrente sobre la diferencia entre la España real y la España oficial (Ortega y Gasset) o sobre la política antigua y la política nueva (Giner de los Ríos); pues bien, volvemos a recrear las condiciones para que se ponga de moda de nuevo. La confianza, actitud esencial para el desenvolvimiento de cualquier proyecto colectivo, está entre nosotros bajo mínimos. Resulta que, según los datos más fiables, los ciudadanos tienen a los políticos que los representan como una de sus principales preocupaciones, de forma que quienes son responsables de ofrecer soluciones configuran por sí mismos uno de sus mayores problemas. Con todos los años que nos pasamos luchando por la posibilidad legal de tener partidos políticos para poder expresar nuestras ideas colectivamente, hemos acabado por hacer de ellos instrumentos de autismo político y suspicacia social. Todo se presentó como muy democrático, pero las llamadas “primarias” han acabado por destruir desde sus raíces mismas aquella orientación hacia el bienestar de todos que tuvieron un tiempo. La sinrazón también puede tomar la forma de exigencia democrática. Y lo mismo sucede con tantas de las políticas que se ponen en marcha. Acaban por producir efectos contrarios a los que se proponen. Asistimos durante años a programas de sanidad que decían introducir en nuestro sistema de salud el aire fresco y estimulante del mercado, y hemos acabado por poner en riesgo el sistema mismo, desarbolándolo aquí para que el personal formado tan costosamente en nuestra casa hubiera de buscar empleo a plena satisfacción lejos de ella. La aparición de la covid-19 ha mostrado palmariamente la irracionalidad de semejante política. Contemplamos atónitos un hiperfeminismo militante que ha dado en proteger a las mujeres hasta de sí mismas, como si fueran menores o incapacitadas, pervirtiendo con ello las propias bases de emancipación que supuestamente postulan. Para ello hasta se alteran algunos de los parámetros básicos de los procesos penales, sugiriendo presunciones de culpabilidad innecesarias. Se intenta asegurar el derecho a la vivienda acosando a los propietarios que las arriendan y a los bancos que las financian, con el previsible resultado de que disminuyan las viviendas en oferta y sean más caras y difíciles las hipotecas, es decir, que haya todavía menos posibilidades de satisfacer el derecho a la vivienda. Se nos embarca en un despliegue de la memoria histórica que no acierta a fomentar la reconciliación sin resucitar los viejos rencores. Y tantas otras políticas que traen ante nosotros consecuencias sociales y económicas que eran justamente las que pretendían evitar.

Tampoco la sociedad misma logra eludir esa pendiente tan incierta. Entre nosotros triunfa el aprovechado, el free rider de la jerga académica: mientras los demás cumplan, yo me salto la regla. Pero hay ya demasiados saltimbanquis. La proliferación de los gorrones imposibilita lograr la meta colectiva. Salimos muy ufanos a aplaudir al personal sanitario, pero seguimos firmes en nuestra tasa de fraude fiscal. Somos la sociedad del “¿con IVA o sin IVA?”, reposando demasiado en las economías informales que no contribuyen mientras pedimos con ademán ofendido más camas y más residencias de ancianos. O que se financie bien la investigación. O que se mejore la educación. O que se garanticen las pensiones. Todo gratis, naturalmente. Y tantas otras irracionalidades y miopías.

Es difícil hoy ver en la realidad algunos de esos rasgos afirmativos y genuinos de que nos hablaba Hegel. Aunque nos confiemos a esa astucia de la razón en que él creía, tenemos una sensación muy viva de que también la sinrazón tiene su astucia, y parece haberse apoderado inadvertidamente de nuestro mundo real. Pero recuperar la racionalidad no es fácil. Para empezar a hacerlo tendríamos que embarcarnos en un compromiso colectivo tan hondo y decisivo que cabe dudar de que lo adoptemos. Desde luego, con estas actitudes cotidianas no lo haremos.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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