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Columna
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Otras elecciones

En California, los ciudadanos han votado mayoritariamente para que conductores y trabajadores esporádicos persistan como autónomos, sin vinculación de pensiones, salud o baja condicionada que afecte a sus contratistas

David Trueba
Conductores de Uber y Lyft protestan frente al Ayuntamiento de Los Ángeles (EE UU) el pasado 22 de octubre.
Conductores de Uber y Lyft protestan frente al Ayuntamiento de Los Ángeles (EE UU) el pasado 22 de octubre.FREDERIC J. BROWN (AFP)

Con permiso de Trump y su inacabable partido de golf, con el que pretende ignorar los resultados electorales desfavorables, las elecciones norteamericanas nos dejan otro resultado trascendente. Es lo que tiene el presidencialismo, que la personalidad de los candidatos devora el combate de las ideas. Vivimos en un mundo que está muy distraído. Entre esas pequeñas votaciones locales añadidas a la elección presidencial, la más llamativa ha sido la Proposición 22 votada en California y que afecta a la relación laboral de Uber, Lyft y DoorDash con sus trabajadores. Esta propuesta legislativa ha culminado con la victoria de las posiciones de las marcas de nueva economía nacidas en Silicon Valley. Los ciudadanos han votado mayoritariamente para que conductores y trabajadores esporádicos persistan como autónomos, sin vinculación de pensiones, salud o baja condicionada que afecte a sus contratistas. Es otro ejemplo del daño autoinflingido. Hace poco lo vimos en un arreglo contractual propiciado por Ryanair en España. Los trabajadores aceptaron las condiciones leoninas a cambio de mantener el empleo, pero los tribunales sociales rechazaron el chantaje.

Una vez más, los votantes de California, de mayoría progresista, han votado por mantener a las empresas en un limbo que delata la falta de compromiso con sus trabajadores. La cultura del éxito y del máximo beneficio se alía con las ventajas de la comodidad. La ciudadanía apoya la precarización laboral porque la considera una condición irreversible de la modernidad. Muestra el grado impresionante de destrucción de los conceptos de lucha colectiva y derechos laborales. Comenzó con la estigmatización de todo lo que oliera a sindicato y colectividad, y el resultado es una sociedad depredadora e individualista. Estados Unidos representa la cabeza de puente de esa degradación. Hoy por hoy, Europa es el último dique de contención y me temo que sus ciudadanos ni se enteran y carecen de orgullo para sostener la diferencia. En la votación californiana, Uber y sus aliados habían invertido más de 200 millones de dólares para defender su posición, mientras que quienes se enfrentaban a su maquinaria apenas habían recaudado un 10% de esa cantidad. En la democracia mediática el dinero resulta pieza decisiva, pues en un país sin vínculo ciudadano, la propaganda es la reina.

Es precisamente el concepto de ciudad europea, de distancia corta y comercio de cercanía, el que peligra frente al modelo de negocio corporativo dirigido desde Silicon Valley. Nunca percibimos con suficiente claridad que su fomento de las burbujas y la precariedad laboral empeoran el modo de vida. La pandemia ha venido además a disminuir las interrelaciones y la proximidad, por lo que la tormenta ha sido perfecta y de ella tendremos que salir con una racionalidad ciudadana de la que ahora carecemos. El contagio podrá ser controlado en algún futuro cercano, cambiará modos de vivir, pero más tremendo resulta aceptar que los negocios pueden limitarse a monopolios lejanos basados en la extracción de dinero de las sociedades sin contribuir a su sustrato colectivo. Si nadie quiere ver la relación directa entre la debilidad de la sanidad, la educación y el transporte públicos y el triunfo de estos modelos de negocio extractivos y desvinculados de la ciudad, entonces es que la venda en los ojos no es un accidente puntual, sino una enfermedad contemporánea.

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