Álvarez de Toledo y la nueva política
Su destitución no es el producto de un dilema entre obediencia y libertad ideológica dentro de los partidos, sino el fracaso en compaginar ambos principios simultáneamente
La salida de Álvarez de Toledo era un desenlace previsible, que nos ilustra sobre dos límites que la nueva política experimenta en el ejercicio del poder: la (in)eficacia de su acción organizativa y su frágil retórica antiposibilista.
Su destitución obedece menos a una épica contra el verso libre que a motivos puramente operativos: bajo rendimiento en el papel asignado. Los portavoces de los grupos parlamentarios son cargos cruciales en la vida interna de los partidos y, por extensión, en el funcionamiento de las democracias parlamentarias. Contribuyen a garantizar responsabilidad y representación. La simple idea de disponer de un portavoz que ejerza de voz discrepante no se ajusta bien a la realidad con la que debe lidiar desde su cargo. Los partidos mayoritarios no son actores disciplinados formados por militantes clonados y pelotas del jefe supremo. Más bien todo lo contrario: existe tal diversidad interna que a veces ni la lucha por el poder lo unifica. Si la portavoz es la primera en saltarse su propio guion, la cacofonía está asegurada.
Para que el grupo parlamentario funcione como una orquesta, el portavoz-director debe asegurar la armonía para que la voz de la soprano o el tenor emerja sobre todas las demás. Dirigir la orquesta no solo significa llevar la batuta sino utilizarla bien, organizando la acción parlamentaria, marcando los tiempos adecuadamente (algo cada vez más difícil para la cultura de la impaciencia alimentada por las redes sociales) y gestionando bien debilidades, aspiraciones y egos del personal, comenzando por el propio.
Si la tarea es tan importante, cabe preguntarse por qué su desempeño está resultando tan frágil últimamente, especialmente en los nuevos partidos, donde muchos portavoces y secretarios de organización acaban circulando no ya fuera de la dirección, sino del partido, dejando un desaguisado sinfónico a sus espaldas.
¿Era la música de Álvarez de Toledo la preferida por su público? Casado la recuperó como un recurso de nueva política para confrontar con Vox y Ciudadanos. Alguien que podía encarar las nuevas formas retóricas de sus competidores con igual o mayor dureza, y con la misma opacidad: leyendo sus columnas y discursos, aprendemos poco sobre qué opina Álvarez de Toledo en muchas políticas concretas. Pero sí reconocemos su tono, el mismo que hemos escuchado antes en Iglesias, Abascal, Rivera o Puigdemont. Un tono que resuena impostado en Sánchez o Casado, y que Rajoy o Rubalcaba simplemente se habrían negado a emplear. Retóricas revestidas de rotundidad moral y de la sonoridad de un pistoletazo certero… aunque incapaces de disipar las dudas sobre lo que permanece después del humo. Una retórica que ofende propicia para el mundo audiovisual de las redes, pero estéril para vertebrar una representación social amplia.
Si su brillantez intelectual se ha hecho visible en este tiempo, lo ha sido en exponer con crudeza algunas inconsistencias de nuestras convenciones políticas, aunque sin dar una respuesta igual de brillante al dilema de fondo: ¿construir mayorías de gobierno sobre el posibilismo que permite amalgamar minorías diversas sobre discursos melifluos y no exentos de contradicciones, o hacerlo sobre retóricas populistas que erigen a la principal minoría electoral en pueblo y convierten a las restantes en elites perversas o en masas alienadas por estas?
Si algo refleja la caída de Álvarez de Toledo es la apuesta de Casado por no renunciar al posibilismo tradicional del PP. Su destitución no es el producto de un dilema entre obediencia y libertad ideológica dentro de los partidos, sino el fracaso en compaginar ambos principios simultáneamente.
Juan Rodríguez Teruel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.
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