Cómo sobrevivir a un aplauso
Se anuncian giros al centro o a la izquierda mediante nombramientos o agendas que se quedan en letrero luminoso fuera, porque aquí nadie se desplaza un milímetro: una cosa es mover las caras y otra mover los pies
Hay dos razones por las que usted, lector, no conoce la tribu bonga. La primera es porque no presta atención. La segunda es porque no existe. Pesa mucho más la primera.
La primera referencia a esta tribu la hizo Umberto Eco en 1987 en la revista L’Expresso, donde publicó una serie de artículos disparatados y habitualmente ácidos que ha recopilado Lumen bajo el título Cómo viajar con un salmón. En uno de esos textos (Cómo presentar en televisión), Eco cuenta que fue enviado a estudiar a los bongas, una supuesta tribu que vive entre la Tierra Incógnita y las Islas Afortunadas. “Los bongas hacen más o menos lo que nosotros hacemos, pero muestran una extraña predisposición para la integridad de la información. Ignoran el arte de la presuposición y de lo implícito”. Es decir, explica Eco, nosotros decidimos hablar y empezamos a hacerlo, un bonga anunciará: “Ahora voy a hablar y a usar palabras”.
La razón que encontró Umberto Eco a esta obsesión por las puntualizaciones, y que recordó con más motivo en otro artículo publicado en 2014, donde recuperó a los fabulosos bongas, es por su culto al espectáculo, y la irremediable necesidad de que lo obvio sea espectáculo también, por tanto, digno de ser anunciado y, en último caso, aplaudido. Aplausos, los de la gente bonga, con tan poco orden y concierto que, en la actualidad, tanto tiene que el orador de la tribuna del Congreso haya dicho lo contrario de lo que quería decir, que el deportista que se retire rompa a llorar, que el público reciba la orden de aplaudir mediante un panel o que alguien entre por una puerta sin saber qué va a hacer o decir (a veces anuncia una enfermedad, y se le aplaude otra vez, o anuncia una adicción a las drogas, interrumpido por los aplausos).
Ya no sólo hay que explicarlo todo: hay que explicitarlo antes de explicarlo. Y anunciarlo, entre aplausos, si es posible. En uno de sus mejores cuentos, Augusto Monterroso realizó la semblanza de un aspirante a escritor del que la prensa anunció, con un titular insuperable: Leopoldo Ralón comienza la escritura de su primera novela, para, durante los meses siguientes, seguir informando del proceso (“Cuarto capítulo terminado”, “dudas con el final”). Por supuesto, la novela (si mal no recuerdo, la pelea de un puercoespín contra un perro) no llegaba nunca. Pero qué más daba.
Todo esto tiene que ver con el espectáculo antes del espectáculo, por eso la vida pública y su mejor representación, la política, se ha llenado de explicaciones infantiloides y bobas, sin ironías ni dobles sentidos, para que no haya malinterpretaciones o, peor, no se viralice una descontextualización perversa. Por eso se “anuncian” giros al centro o a la izquierda mediante nombramientos o agendas que se quedan en el espectáculo de letrero luminoso fuera, porque aquí nadie se desplaza un milímetro: una cosa es mover las caras y otra cosa es mover los pies. Y de ahí que, a la manera de esa tribu bonga, el aplauso lo haya inundado todo hasta convertirse en una burbuja moral (lo que hacen los míos, siendo los míos mi partido, mi periódico, mis amigos, mi empresa o mi club) que, o termina explotando, o nos acabará convirtiendo a todos en idiotas, aplaudiendo sin saber a qué o a quién, incapaces de parar para no ser los primeros en hacerlo, y pobre del que pare de aplaudir para preguntar por qué aplaude, o del que quiera usar las manos para otra cosa.
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