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Columna
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Cómo desaprovechar 140.000 millones

En qué y cómo se invierta el fondo europeo determinará el futuro de las generaciones actuales y las venideras

Cristina Monge
Los miembros del Ejecutivo aplauden al presidente del Gobierno a su llegada al Consejo de Ministros de la cumbre europea.
Los miembros del Ejecutivo aplauden al presidente del Gobierno a su llegada al Consejo de Ministros de la cumbre europea.Borja Puig de la Bellacasa (EFE)

Tras cuatro días con la respiración contenida, en la madrugada del martes vio la luz el gran acuerdo europeo. Un salto histórico que, como los anteriores, arroja luces y sombras, matices y curvas en esa sinuosa carretera por la que discurre la construcción de la UE. Estados demandantes frente a reticentes, mutualización de la deuda a cambio de mayor intergubernamentalidad, pero como telón de fondo, las lecciones aprendidas de las políticas de austeridad aplicadas tras la Gran Recesión que tanto sufrimiento causaron. Probablemente sea este último, a largo plazo, el elemento más trascendente de todos los que componen el acuerdo.

A España le corresponderán del orden de 140.000 millones de euros, —aproximadamente el 11% de nuestro PIB— en seis años. En qué y cómo se inviertan determinará el futuro de las generaciones actuales y las venideras. Existe un enorme riesgo al que tendrán que hacer frente quienes decidan la utilización de estos fondos y que puede ensombrecer tanto el “qué” como el “cómo”; es decir, a qué se destinan los fondos y cómo se toma tal decisión. Ese riesgo no es otro que la inercia, una poderosa fuerza que lleva a mantener las cosas como están porque siempre han sido así o porque no se alcanza a imaginarlas de otra manera. Si se impone, los fondos comunitarios servirán para echar una mano a sectores que lo están pasando mal sin plantear a la par las reformas necesarias para garantizar que se conviertan en actividades de futuro. Serán ayudas bienvenidas porque no exigirán nada a cambio, no supondrán esfuerzos adicionales de mejora, de innovación ni de mayores exigencias sociales, ambientales o de excelencia en la gestión, pero serán un posible pan para hoy y un hambre garantizado para mañana.

La inercia puede operar también sobre el procedimiento para decidir el destino de esos fondos. En este caso, además, con malos compañeros de viaje como son la prisa, la rigidez administrativa, o un concepto estrecho de la idea de gobierno muy alejado de la famosa gobernanza. Si se apoderara del proceso, las decisiones se tomarían desde una única perspectiva, contando con los actores tradicionales de cada sector, y dejando poco margen para la innovación. El sistema quedaría así sometido al vaivén de la habitual disputa política, muy lejos del gran pacto de país que se necesita.

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Si algo de esto ocurriera, se estaría desaprovechando una ocasión de oro de construir un país resiliente preparado para encarar el futuro. Se olvidarían las transiciones pendientes e ineludibles —la ecológica, la tecnológica, pero también la educativa, social y fiscal—. Y se acabaría obviando y excluyendo todo un rico capital social e intelectual que hoy mira con esperanza esta oportunidad. Si se quieren desperdiciar 140.000 millones y una oportunidad histórica, lo mejor será hacer caso a la inercia. Lo contrario es la innovación y la transformación, palabras clave del acuerdo.

Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.

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