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Tribuna
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Fin de ciclo

El Parlamento gallego fue el primero en cobijar la nueva política; ahora es el primero en expulsarla

Lluís Orriols
Alberto Núñez Feijóo celebra su victoria en Galicia.
Alberto Núñez Feijóo celebra su victoria en Galicia.ÓSCAR CORRAL

Durante las próximas semanas gran parte de la atención mediática se centrará en cómo Pablo Casado debe digerir los resultados electorales del pasado domingo. La asimetría de los resultados del PP, con un éxito incontestable en Galicia y un fracaso sin paliativos en el País Vasco, ofrece inestimables lecciones sobre cómo redefinir un partido que lleva meses desorientado y superado por el embiste de Vox. Sin embargo, a mi entender, es la izquierda la que debería hacer una lectura más minuciosa sobre lo ocurrido el pasado domingo, pues los resultados electorales podrían estar mostrándonos un nuevo cambio de ciclo en la política española.

A primera vista, el nuevo arco parlamentario de Galicia nos ofrece una correlación de fuerzas poco original. El Parlamento gallego ya había acogido a los actuales tres partidos durante muchas legislaturas, las mayorías absolutas del PP han sido más la norma que la excepción, e incluso no es la primera vez que el BNG logra erigirse como líder de la oposición, superando al PSdeG. En realidad, la verdadera novedad de las elecciones gallegas es que nos devuelven a la “vieja normalidad”, a los tiempos previos a la irrupción del fenómeno de Podemos y sus expresiones territoriales.

Galicia ha sido la vanguardia del cambio político en nuestro país. La ruptura entre la sociedad española y la política tradicional empezó a gestarse en los primeros años de la Gran Recesión y tuvo su expresión más simbólica en el 15-M en 2011. Sin embargo, el malestar y el rechazo a la política tradicional no tuvieron presencia en las instituciones hasta las elecciones gallegas de 2012. En esos comicios se configuró por primera vez un espacio electoral cuyo principal objetivo era hacerse eco del enorme descontento social. La Alternativa Galega de Esquerda, una coalición liderada por Xosé Manuel Beiras y la actual ministra Yolanda Díaz, logró irrumpir con fuerza a pesar de haberse constituido pocas semanas antes de las elecciones. Su éxito marcó el camino a los emprendedores políticos que querían crecer a remolque del 15-M.

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Si el Parlamento gallego fue el primero en dar cobijo a la llamada “nueva política”, también es ahora el primero en expulsar a estas formaciones. Es cierto que Unidas Podemos ya era una fuerza extraparlamentaria en algunas comunidades autónomas como Cantabria o Castilla-La Mancha, pero su implantación en esos territorios siempre había sido modesta. La desaparición de Podemos y las Mareas del Parlamento gallego tiene una enorme carga simbólica. Galicia marcó un cambio de época en la política española en 2012 y puede que también esté haciéndolo tras las elecciones del pasado domingo.

Si bien las elecciones gallegas y vascas simbolizan un cambio de época para la llamada “nueva política”, los resultados del PSOE son más ambiguos. A priori, la magnitud de la crisis económica y sanitaria de nuestro país podía vaticinar un desgaste electoral del Gobierno de Pedro Sánchez. Tradicionalmente, los trabajos de ciencia política han mostrado que, por lo general, los ciudadanos suelen castigar a los Gobiernos cuando la economía va mal e, incluso, cuando se producen catástrofes naturales u otros eventos ajenos a la responsabilidad del Gobierno.

Sin embargo, las consecuencias políticas de la covid-19 no se ajustan a los patrones que estábamos acostumbrados. La popularidad de los Gobiernos, tanto en España como en la mayoría de los países de nuestro entorno, parece resistir e incluso mejorar, a pesar de la coyuntura tan adversa que vivimos. Por el momento, gobernar en tiempos de crisis sanitaria no parece generar el desgaste que cabía esperar. El esfuerzo de los Gobiernos para realizar ambiciosas políticas compensatorias que amortigüen los costes de la crisis ha permitido que el malestar social no derive en castigo electoral.

A priori, la satisfacción y la autocomplacencia podrían cundir en el PSOE de vivir una coyuntura económica y sanitaria tan adversa. Sin embargo, sorprende que los socialistas no hayan sido capaces de rentabilizar el colapso electoral de su principal rival, Podemos. A pesar de ser un partido ideológicamente colindante, con un potencial electorado compartido, el PSOE ha aumentado algo menos de dos puntos porcentuales en ambas comunidades autónomas. Se trata de un tímido avance que debería llamar la atención a Ferraz.

Además, aunque por ahora la crisis económica y sanitaria no esté pasando factura al Gobierno, deberíamos ser cautos sobre qué ocurrirá en el futuro. Si Pedro Sánchez no logra mantener el ritmo e intensidad de las políticas compensatorias, puede que el dique de contención que evita que el malestar social arrolle al Gobierno se rompa. En este sentido, la popularidad del Gobierno de Sánchez dependerá en gran parte tanto de la virulencia de los rebrotes como de la naturaleza del fondo de reconstrucción de la UE.

Si bien la situación del PSOE está en gran parte vinculada a cómo evolucione la crisis de la covid-19, la crisis de Unidas Podemos y su entorno es más estructural. Puede que Unidas Podemos se encuentre en un momento institucional particularmente dulce tras sentarse en el Consejo de Ministros, pero las elecciones del pasado domingo dejan sensaciones de fin de ciclo político.

Lluís Orriols es profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid.

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