Momento pospopulista
Nos hallamos ante la búsqueda de un nuevo equilibrio, el resultado de un inesperado efecto pendular que ha dejado desnudos a políticos y analistas por igual y que tal vez dé forma a una esperanza nueva
La desestabilización de las narrativas políticas con las que describimos el mundo es una de las consecuencias de la pandemia. Apenas anunciábamos nuestra enésima crisis epistemológica (la decadencia de la verdad y el consecuente relativismo que nos hacía insensibles a la contradicción), cuando el virus dio un volantazo y nos agarramos prestos a la autoridad de la ciencia. Y fíjense: los líderes que más han crecido han sido los parcos y austeros en sus formas, pero eficaces y directos en sus actos. Quienes mejor han gestionado el caos pandémico han sido los Estados con una infraestructura capaz de reaccionar con rapidez y reorientar sus políticas públicas. Ahí está la principal diferencia entre EEUU y China, en la fortaleza del Estado, o entre Alemania y México o Perú. El telón de fondo es hoy la demanda de certidumbre, y parece que transitamos ya la antesala de un mundo pospopulista.
Menciono esto porque, tras las elecciones autonómicas, algunos hablan de un fin de ciclo, refiriéndose a aquel que abrió el 15-M y la irrupción de Podemos y Ciudadanos en nuestro sistema político. La desaparición del partido morado como “núcleo irradiador” de las confluencias territoriales en Galicia y su hundimiento sin paliativos en Euskadi podrían explicarse por el abandono de la estrategia transversal de inspiración gramsciana y laclauniana (aquel lejano “construir pueblo” para crear una nueva hegemonía) y la apuesta por regresar hacia el clásico partido de corte comunista, pero este tramposo análisis lampedusiano (todo cambia, pero todo sigue igual) obvia que ya no estamos en un momento populista.
La sociedad ya no premia a líderes que polarizan: se prefiere el acuerdo frente a la política confrontacional, y el resguardo de los partidos tradicionales, percibidos como eficaces en la gestión. No olvidemos que esta fue una de las críticas centrales de la ola populista: la política (entendida como la pura dialéctica amigo-enemigo) había sido secuestrada por fríos gestores sin corazón. Frente a la movilización de las emociones del populismo, hoy preferimos solvencia y certidumbre. Es la imagen que proyectan Feijóo y Urkullu: una forma de hacer política que responde a las ansiedades sociales generadas por la pandemia. Ninguno representa al hombre fuerte canalizando los temores de la ciudadanía con el trampantojo nacionalista y la retórica polarizadora, y por eso han captado votos en tantas direcciones. Su transversalidad no se erige sobre el “construir pueblo”, sino sobre un perfil político premiado por el contexto que habitamos, porque han tenido olfato para leerlo. Nos hallamos ante la búsqueda de un nuevo equilibrio, el resultado de un inesperado efecto pendular que ha dejado desnudos a políticos y analistas por igual y que tal vez dé forma a una esperanza nueva. ¿Y si ha llegado, al fin, el tiempo de la solvencia?
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