Sísifo y la muerte
Proteger la muerte es además de una cuestión ética una cuestión política de gestión de lo público
Una de las muchas fechorías de Sísifo fue encadenar a la Muerte cuando esta vino a buscarla. Durante tres días la tuvo presa. Nadie podía morir. El inframundo se quedaba vacío y la Tierra se asfixiaba bajo el peso de los vivos. Como dignos descendientes de Sísifo, también nosotros nos resistimos a morir. No entendemos que la muerte no es la cara opuesta de la vida, sino aquella parte suya que la sostiene y la hace posible. Sin muerte no hay vida. Todo ser vivo se alimenta de otros y crece en el espacio que otros desalojan. Que en el universo (y en política) las fuerzas opuestas no son contrarias (ni enemigas) sino complementarias es algo que, desde Parménides, tenemos dificultad para entender. La famosa cuestión de Hamlet se resolvería sin problema si la formulásemos de otro modo. Porque ser o no ser no es la cuestión. La cuestión es aprender a ver de otra manera. Quienes dicen amar la vida y entienden la muerte como un mal que deba ser erradicado se parecen a aquel que admira la faz iluminada de la luna y trata de extirpar su parte en sombra sin comprender que, aunque la luna siempre nos muestre la misma cara, no podría girar en su órbita ni sería la misma sin esa parte que no vemos.
Se ha escrito mucho y muy bien, durante estos últimos meses, acerca del luto y de la forma de morir. Nada añadiré al respecto. Hay, no obstante, dos cosas de las que nadie parece querer ocuparse en las que, a riesgo de parecer impertinente, quisiera detenerme.
La primera es que nunca se ponga bajo sospecha la idea de que “la vida es un bien”, a pesar de que ésta sea la premisa que justifica todos los mecanismos de defensa que, tanto desde lo público como desde lo privado, se ponen en marcha en momentos de peligro.
La segunda es la falta de coherencia de quienes, defendiendo la premisa, no asumen, sin embargo, en la práctica la universidad que les otorgan cuando deciden defender a unas en detrimento o por encima de las otras. Pues si la vida es un bien en sí —algo que, repito, convendría revisar— y por ello ha de ser protegida, habrá de serlo siempre, en todo caso, para todo ser vivo y en toda circunstancia, sin prioridades, sin jerarquías de edades, procedencia, reino o especie. Pues no hay razón suficiente para afirmar que la vida del más próximo (prójimo) sea mejor o más importante que la de otro, la de una niña más que la de una anciana, ni la de nuestra especie más que la de otras. Claro que la falta de coherencia puede deberse, en este caso, a que se hayan expresado mal, que no pretendían referirse a la vida, así, en abstracto, sino a mí vida y la de los míos.
Por otra parte, si la vida es un bien, habrá de protegerse plenamente, con toda la muerte que entraña.
Proteger la muerte es respetar al que agoniza. Darle su tiempo, su silencio y la compañía o la soledad que desee. Proteger la muerte es no interferir en el proceso cuando este sea irremediable o cuando la persona así lo quiera. Proteger la muerte es permitir que en esa hora nos acompañen quienes amamos (aunque éstos tengan que plegarse, como parte del rito, a una cuarentena suplementaria). Proteger la muerte es no añadir sufrimiento al que sufre, darle el espacio de calma que requiere, no aturdirle con fármacos ni ruidos ni llantos ni alarmas. Proteger la muerte es, por parte de quienes sobreviven, cuidar las desapariciones.
Y esto, además de ser una cuestión ética —de gestión de lo privado—, es también una cuestión política —de gestión de lo público—. Pues ¿qué tipo de sociedad es esta que, en nombre de la vida, nos exige encerrar a nuestros mayores, privarles de su voluntad y sedarles para que no alboroten o para “facilitarles”, dicen, el tránsito? ¿Qué tipo de leyes son esas que obligan a alguien a seguir vivo y se le “permita” morir tan sólo cuando ha llegado a una situación física que se juzga insoportable? ¿Quién es quién para juzgar lo que a otro le resulta insoportable? Y ¿qué concepto de la “sanidad” es éste, que confunde el remiendo con el remedio? Remediar es curar, devolver la parte al todo. Remendar es reparar, zurcir, corregir momentáneamente un “defecto” o un “error”. No se remedia con remiendos, sino considerando al organismo todo entero. La nuestra es una sociedad remendada. Cuerpos remendados, mentes remendadas para que puedan seguir cumpliendo la función que se les atribuye en un organismo enfermo. La moral defensiva del prójimo-próximo no beneficia al organismo global ni, por tanto, a la larga, a quienes la practican. Si en vez de prepararnos para el combate, en todos los frentes, nos ocupásemos de educarnos en la mejor comprensión de las relaciones, quizás estuviésemos en mejores condiciones para hallar el remedio que conviene.
Que el remedio pasa por un decrecimiento en todos los dominios es algo que aún no parece que tengamos claro. Decrecer es menguar. En violencia y en población. En soberbia y en ansia. Si esto se diese alguna vez, también decrecería la angustia, esa sombra que se adhiere a nuestra piel cuando algo interfiere en la “normalidad” de nuestra vida, eso que llamamos normalidad, que no es otra cosa que una momentánea adaptación a la extrañeza.
Chantal Maillard es escritora.
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