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Columna
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Esperando a Godot

No he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de las residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado y atención de nuestros mayores

Julio Llamazares
Una cuidadora ayuda a comer a una anciana en la residencia Casablanca, en el barrio madrileño de Villaverde, este sábado.
Una cuidadora ayuda a comer a una anciana en la residencia Casablanca, en el barrio madrileño de Villaverde, este sábado.Mariscal (EFE)

Desde hace días, se ha desatado en los medios una polémica más relacionada con la pandemia infecciosa que ha trastocado nuestra existencia y que lo seguirá haciendo durante un tiempo, como todos hemos aceptado ya. La polémica tiene que ver con las residencias de ancianos y con la responsabilidad de los poderes públicos en la altísima mortalidad producida en ellas por el coronavirus. Dado que la sanidad está transferida a las comunidades autónomas, lo que se dilucida es quién debe afrontar la responsabilidad política, incluso penal, por la situación de esas residencias convertidas en muchos casos en negocios del sector privado y sin las garantías médicas indispensables en centros ocupados por personas con necesidades de salud especiales dada su edad. Sin embargo, no he visto a nadie que plantee dudas sobre la existencia misma de esas residencias y sobre la necesidad de cambiar el modelo de cuidado de nuestros mayores en una sociedad desarrollada y con posibilidades de hacerlo de otra manera.

Como la periodista Luz Sánchez-Mellado escribía hace dos días en este periódico, cada vez que he visitado una residencia de ancianos (no demasiadas, por suerte para mí), “no he visto el momento de irme” de allí ante la sensación de devastación que produce ver esos guardamuebles de viejos en los que éstos esperan su fin como los personajes de la obra de Samuel Beckett a Godot sentados durante horas frente a una televisión permanentemente encendida o dando vueltas sin cesar a unos pasillos que más parecen galerías de cárceles que lugares de paz y de reposo, que es lo que suele vender la publicidad de esos sitios cuando son de lujo. Por compasión hacia la persona que se ha ido a visitar, uno se queda más tiempo del que quisiera, muchas veces sin saber qué decirle o qué hacer, pero, cuando por fin deja atrás el centro, lo hace con la sensación de abandonar un no-lugar, un agujero negro perdido en el universo al que no le gustaría volver y mucho menos para quedarse en él como residente. Como de los tanatorios, la mayoría salimos de las residencias de ancianos como si durante un rato hubiésemos estado en un limbo irreal y tristísimo, en la cara b de una sociedad que oculta lo que no le gusta.

¿No hay otra forma de afrontar los últimos años de nuestras vidas que almacenados en edificios que, salvo en casos extremos de dependencia física o psíquica que necesitan de ayuda profesional, no dejan de ser guardaviejos, almacenes para personas sin esperanza de vida y menos desde que se ingresa en ellos? ¿No se puede encarar la vejez de otra forma que condenándonos a todos (porque todos seremos viejos un día si antes no nos quedamos por el camino) a pasar los últimos años de nuestra vida apartados de la sociedad? Se habla mucho en estos días de que la pandemia global del coronavirus obligará a repensar muchas cosas, del trabajo presencial a las relaciones sociales o el ocio, pero pocos lo hacen, por lo que yo observo, del modo de resolver un problema que es común a todos y que es la forma de atender a nuestros ancianos, que hasta hoy determinan la economía y el trabajo familiar principalmente. Quizá va siendo hora de hacerlo y para ello nada mejor que mirar a nuestro pasado no tan remoto, cuando los viejos no eran estorbos, sino unos miembros más de las familias, que con ellos ganaban sabiduría y algo de ayuda, aunque perdieran un poco de comodidad.

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