Duelos en cuarentena
La pandemia impide las formas de llevar colectivamente una pérdida, se anula esa acción doble de sentirse acompañado y acompañar a los demás en el dolor
La semana pasada falleció alguien que quise mucho. Una mujer que llegó a mi vida en un papel de suegra, ese papel tan estereotipado, un rol complejo entre mujeres porque el patriarcado nos enseña a rivalizar, a enemistarnos, a distanciarnos. No por nada el rol de una madrastra ha sido caricaturizado negativamente una y otra vez en nuestra sociedad, además de que la palabra en sí ya suena terrible, melodramática, como también el rol de la suegra ha sido caricaturizado de muchas formas en el humor y el imaginario popular. Pero tuve la suerte de cruzarme con una mujer que rompió con esas barreras y, al contrario de mantenerse distante, se involucró en mi vida de una forma muy solidaria y amorosa. La noticia de su partida me pegó, más aún en cuarentena. Justo ahora que pasamos por el periodo más complicado de la pandemia en el que no se pueden hacer funerales, que no podemos acompañar ni abrazar a quienes quisieron a la persona que partió, que no podemos salir con las amigas a desahogarnos o simplemente a dar una vuelta para caminar un duelo, en otras palabras, que no podemos participar de los ritos en torno a las pérdidas, llevamos los duelos de formas muy hostiles, muy solitarias.
Hace unos días, supe de alguien que murió de covid-19 y su hermano, al no poderlo acompañar en el proceso ni poderle organizarle un velorio, se desmayó al recibir la noticia por teléfono. Le impresionó caer en cuenta de que no podía ni siquiera despedirlo. Cuando murió mi abuelo hace ya varios años, recuerdo que en el velorio conviví con la familia extendida, esa que algunos solo vemos en las orillas de la vida, en los nacimientos y en las muertes. Los días que siguieron al velorio también fueron de convivencia con la familia extendida y fueron importantes para tener una narrativa, sobre todo, de un final. Aunque pasaron días antes de que cayera en la cuenta de que más que un punto final la muerte de alguien querido es un punto y seguido. Una de las primeras cosas que me pasó cuando vi que sus pertenencias ahí se quedarían sin que él las volviera a mover, cuando caí en cuenta de que ya no existía físicamente, su voz se me empezó a aparecer de un modo extraño: cuando más triste me sentía, lo escuchaba haciendo una broma como para tranquilizarme. Si lloraba al tomar café por la mañana, me decía: “Ah, caray, ¿cómo puedes tomar ese café tan frío y aguado? Ese sí que está para llorar”, y cosas por el estilo. Si veía algo en la televisión, esa voz que era y no era la suya, se soltaba haciendo comentarios, acompañándome. Quien fue mi suegra también tenía buen sentido del humor, y tenía la capacidad de ponerse a platicar con quien fuera, hacía amigos con mucha facilidad, bastaba dejarla unos minutos en un salón de belleza para que al volver la encontrara rodeada de tres manicuristas y una de ellas me soltara: “Por favor no se la lleve, estamos aquí muertas de la risa”. Fue después de varios ritos que me sugirieron y otros ritos improvisados que he llegado a entender desde la distancia que falleció alguien que quise mucho y esa voz y esa risa me han logrado acompañar estos días.
Como escribió Marcela Turati: “El nuevo orden mundial regido por el virus que se contagia con el contacto nos impone velorios remotos, breves, higiénicos, individualizados, sin abrazos, condolencias al oído ni lamento colectivo, sin lágrimas presenciales y sin difuntos como protagonistas.” Si no podemos participar de los ritos colectivos del duelo, esto supone no solo un nuevo orden en nuestras vidas sino también en nuestra relación con la muerte. Las creencias religiosas o la postura ante las creencias sin duda tiene mucho que ver en la manera de procesar un duelo, pero ahora que la pandemia impide estas formas de llevar colectivamente una pérdida, se anula esa acción doble de sentirse acompañado y acompañar a los demás en el dolor. San Agustín se refiere al misterio de la encarnación como esa presencia necesaria para la comprensión, en este sentido, puedo decir que el hecho de ver presencialmente a mi abuelo en un ataúd fue un golpe de realidad y una parte importante para la asimilación. En menor o mayor medida, independientemente de nuestras creencias, la cuarentena disloca el duelo. Nos obliga a vivirlo en solitario y en abstracto. Cuanto se parece esto a los duelos por los desaparecidos en México, como el lamento colectivo ante la desaparición forzada de los 43 los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Como sabemos, los duelos no son lineales, no hay tal cosa como una flecha del tiempo que empiece en el velorio y nos lleve a un presente estable. Convivimos de muchas maneras con las personas que queremos y ya no están. Se puede transitar en círculos en las llamadas etapas del duelo identificadas por Elisabeth Kübler-Ross, podemos ir de la tristeza al enojo, de la negación a la aceptación y de vuelta, sin orden. Sin embargo, los duelos y los ritos colectivos son una parte esencial en este proceso.
Hace unos días Bill de Blasio, el alcalde de Nueva York, se puso furioso por Twitter porque la comunidad judía salió a las calles a despedir a un rabino que murió de covid. El primer tuit del alcalde decía: “Algo absolutamente inaceptable pasó esta noche en Williamsburg: hubo un gran funeral en medio de esta pandemia.” Para asegurarse de que estuvieran guardando distancia en el funeral colectivo, fue personalmente y más tarde tuiteó: “He dado órdenes a la policía para que arreste inmediatamente a todos quienes se reúnan en grupos grandes. Esto se trata de frenar los contagios y salvar vidas. Punto.” Uno de los participantes del funeral, refiriendo al tuit del alcalde, escribió: “Esto tiene que ser una broma”. El vocero de la sinagoga a la que pertenecía Chaim Mertz, el rabino que falleció por la covid, propuso a la alcaldía que cerraran calles para que únicamente la comunidad pudiera participar respetando la distancia, se comprometían a usar mascarillas, pero no se aprobó y la policía dispersó a la comunidad en su luto. Para la comunidad judía, el templo se traslada a la casa de la persona fallecida, quizás el mismo cuerpo sea el templo, quizás porque tanto los lutos como los nacimientos, necesitamos vivirlos en comunidad alrededor de ese templo que es el cuerpo, celebrarlos y llorarlos como parte del proceso de vida. También hay momentos en los duelos en los que necesitamos momentos de soledad, pero esto es distinto porque es una soledad obligada en estos tiempos de pandemia.
De cara al mundo, pareciera que los ritos en México alrededor de la muerte son positivos, como en la película Coco. Aunque hay rituales maravillosos en los cementerios entre flores de cempasúchil, calor humano en el más literal de los sentidos con la cantidad de gente que se reúne en las madrugadas alrededor de las tumbas entre velas prendidas, la normalización de la violencia ha dado otra cara a la muerte. Vemos cifras antes que personas, estadísticas antes que historias. A pesar de lo inciertos que son los informes oficiales, de los parámetros que tienen para llevar registros y las lagunas que hay sobre si la totalidad de los casos son llevados a las autoridades, sabemos que hay 10 feminicidios al día, más de 61.000 desaparecidos, una incierta cantidad de muertes por la covid, y ante todos y cada uno de los lutos se suma la imposibilidad de llevar a cabo los lamentos colectivos. Quizás un duelo en esta cuarentena se parece a lo que escribió Inger Christensen en su poema Alfabeto: “Como si alguien hubiese juntado el tiempo y lo hubiese empujado a través de la puerta de una habitación”. Al momento de morir, ella no era mi suegra, pero sí alguien que estuvo presente en mi vida durante varios años, alguien que quiero y de quien no me pude despedir. Unos días después de recibir la noticia, mi madre me mandó por WhatsApp la foto de un árbol pequeño, recién sembrado y un mensaje que decía: “Hijita, escogimos sembrar este limoncito para venerarla desde aquí”. Y me imagino ese bosque que formamos varios de los que llevamos lutos en el corazón en esta pandemia.
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