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Guy de Maupassant
Columna
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Una cama incómoda

Es voluntad íntima, inalienable e inapelable la posibilidad de que alguien me vea en paños menores, desnudo o dormido, y que es absurdo que se me eche a la calle en búsqueda de un posible pesebre donde pueda releer a Maupassant

JORGE FERNANDEZ COLUMNA
Jorge F. Fernández

Casi inexplicablemente me rondaba desde hace días el fantasma de Guy de Maupassant. La vieja imagen de sus bigotes en ristre como gancho para armadura literaria y su mirada vidriosa: morsa de prosa pura. Recordé que en un inútil taller literario de hace muchos años nos encomendaron comentar el cuento Bola de sebo (Boule de Suif) quizá el relato mejor conocido de Maupassant y no olvido que algún gracioso insinuó que el título podría convertirse en apodo para mi obesa persona, sin leer ni saber que el título se refiere en realidad al apodo que recibe una muy maquillada dama de la vida galante que viaja en diligencia huyendo de la Francia ocupada por prusianos. Ya que de meretriz no tengo ni he tenido ni sombra o rímel, el cuento fue comentado no como posible apodo mío sino como auténtica joya de la concisión y elegancia, la insinuación y revelación perfecta del agridulce sabor de la solidaridad mal agradecida, de la hipocresía y el silencio de los compañeros pasajeros de la diligencia con la prostituta de sebo que —resignadamente samaritana— salva sus vidas al entregar su cuerpo a un oficial prusiano a cambio del salvoconducto de la carreta, sus tripulantes y su diáspora.

Hasta hace 24 horas caí en la cuenta de que la sombra del gran cuentista francés me rondaba la mente porque —repito: casi inexplicablemente— la memoria dictaba no el cuento de la Bola de Sebo, sino el brevísimo cuento titulado Una cama incómoda. En él se narra en primera persona las tribulaciones y pendencias de un joven que llega a una casa de campo en el paisaje francés para reunirse con un grupo de amigos que lo han invitado con el pretexto de pasar solaz y de paso cazar perdices o siervos. El narrador confiesa que desde que llega a la casa de campo presiente un tufo de broma pesada, como si oliera que sus compañeros le han estado preparando una befa dolosa para reírse a sus costillas o como si sus colegas quisieran colgarle de apodo el mote de una gorda prostibularia.

En Una cama incómoda el narrador presiente que será víctima de un pastelazo, tropezón o cubetada repentina de agua helada en cada una de las carcajadas y celebraciones (exageradas) con las que lo reciben sus compañeros, ya previamente instalados en la casa de campo y sus párrafos conllevan una sigilosa preocupación por adelantarse a la bromita: se fija en los detalles donde sus colegas podrían haber tendido trampitas e incluso, ya encerrado en la habitación donde le toca dormir, duda entre dejar todas las velas encendidas (para evitar un asalto en la oscura madrugada) o rebuscar entre los cortinajes y debajo de las almohadas (como si le hubiesen dejado una araña para taquicardia instantánea)… y termina por bajar el colchón de la cama, tenderla en medio de la habitación (colocándola más cercana a la puerta) y apagar toda vela con la confianza de que —si acaso— piensan hacerle la broma de madrugada, sus amigos se toparían sobre un armazón vacío.

Con la maestría de medir palabras de Maupassant el relato concentra el hecho del lecho, la razón de que este cuento se titule precisamente Una cama incómoda al cerrarlo con el entrañable y sencillo broche de oro con el que narra que el sueño del narrador se siente de pronto sacudido por el golpe de un cuerpo que le cae encima en medio de la oscuridad. El narrador extiende una mano en desesperación y toma bruscamente lo que parece un flaquísimo brazo de puro hueso, al tiempo que se escurre sobre su cara una línea de líquido caliente que podría haber sido sangre… si no es que se descubre que era nada menos que el café o thé que se derrama desde la charola que ha volcado el delgadísimo mayordomo de la finca que había entrado a la habitación del invitado con el desayuno presto.

El cuento termina con la moraleja de que habiendo presentido que sus amigos le preparaban una broma pesada o befa imperdonable es nada menos que el propio narrador quien ha provocado el incidente con el que se ríen todos por la ocurrencia de haber movido el colchón en ánimo previsor innecesario.

Una cama incómoda me rondaba la memoria desde ayer porque la vida me deparó una sincronía desagradable en la contundente y palpable realidad. Sucede que luego de no pocas noches en un hostal —no de campo ni de caza, sino acogedor y familiar— mis rondas de insomnio y el ciclo de descalabros volvieron a encorsetarme el ánimo (o desánimo). Sin previsión alguna y sin sospecha de que una pesada irrealidad podría asestarme una cachetada, el insomnio me llevó nuevamente a navegar la madrugada en párrafos —propios y ajenos— hasta resignarme a un golpe de melatonina al filo del amanecer.

En la duermevela ya matinal sentí que una sombra había entrado a la habitación y sin abrir los párpados juré haber escuchado ruiditos al filo de la cama otrora cómoda. Por la melatonina y su posible efectividad no caí en el sueño que esperaba, sino en el necio enredo de suponer que mis fantasmas parecían impedirme un posible descanso y en esa tribulación flotaba estaba cuando con los ojos entrecerrados volví a sentir la presencia de alguien al filo de mi ya incómoda cama… y en penumbra confirmé que se trataba no del mayordomo con el desayuno, sino del chofer del hostal, iluminándose apenitas con la brevísima luz de su telefonito para jurgonear con el teléfono que ocupaba la mesa camilla a mi lado.

Debido a que suelo dormir como Tarzán o quizá debido a un pavor de violonchello cinematográfico, me quedé helado y solo abrí los ojos cuando el chofer me dio la espalda para salir de la habitación, aparentemente sigiloso y sin los ruiditos que en realidad me habían espabilado. Me levanté, me vestí y me encontré al falso fantasma en la cocina del hostal y sin filtro y quizá mucha imprudencia de mi parte le espeté que hubiese sido mejor que me despertara, que no había pretexto válido para haber entrado en una habitación donde dormía un huésped (a menos de suponer un deceso) y con altivez esquiva el individuo argumentaba como justificación que habían llegado los técnicos de la compañía telefónica… ¿Acaso una posible emergencia telefónica justifica que alguien entre sigilosamente a una habitación donde se ha comprobado que duerme (vivo y no muerto) un huésped encuerado?

¿No es una falta de sentido común y de mínimo criterio racional asumir que si no responde el dormido, pero se confirma que duerme, no hay pretexto ni motivo ni salvoconducto para que entre un Fulano Ajeno al íntimo espectáculo o semi-revelación en penumbra de la anatomía (sea de bola de sebo o no) de un trasnochado y desvelado incauto que intentaba dormir sin molestar los horarios normales de la gente normal que dirige y rige el hostal de la ahora incómoda cama?

El colmo del cuentínimo ahora ligado al recuerdo del cuento brevísimo de Maupassant es que al quejarme con la anciana demente y dueña del hostal tuve a bien intentar defender mi intimidad y confirmar que al encarar a su chofer (que no mayordomo con charola) le dije directamente a los ojos evasivos que era un pendejo. La palabrota provocó la irascible explosión de la hostalera y un ataqué psicótico que incluyó definirme como “desgraciado, malagradecido, jijo de la perdición”… y correrme del hostal.

Releyendo a Maupassant concluyo que no insulté al intruso, que inadmisible e injustificadamente se metió en la habitación donde yo intentaba a deshoras dormir encuerado. No es insulto la palabra pendejo cuando no es más que descripción o perfecto adjetivo calificativo para quien acaba de cometer una pendejada y lo mismo se aplica a la incongruencia de insultar desaforadamente a quien supuestamente ha insultado a un intruso ¡en defensa del intruso y su pendejez!

Concluyo también que es voluntad íntima, inalienable e inapelable la posibilidad o antojo de que alguien me vea en paños menores, desnudo o dormido y que es absurdo el desahucio y descalabro con el que se me ha echado a la calle... en búsqueda de un posible pesebre donde pueda releer a Maupassant y navegar a deshoras sin el mínimo temor de que alguien entrará en plena oscuridad creyendo no despertarme.

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