Elogio al pesimismo razonado
Convendría, en lo personal y en lo colectivo, prepararnos para asumir las implicaciones de los tiempos difíciles por los que estamos transitando
Se avecinan tiempos difíciles. En los últimos dos años el mundo ha sorteado un contratiempo tras otro, esperando encontrar un mejor horizonte a la vuelta de la esquina, pero en realidad cada nuevo desafío nos ha dejado más debilitados por el efecto acumulado de las crisis anteriores. Primero Donald Trump, Boris Johnson y reactivos similares ante el desencanto de la globalización y sus distorsiones; luego, en rápida sucesión, la terrible covid-19, la invasión rusa a Ucrania, la crisis de las cadenas de abasto, la escasez de alimentos y combustibles y, finalmente, la inflación a escala mundial. Esta última, aunque menos llamativa que la pandemia de salud, casi tan dañina para efectos de la pobreza y el crecimiento.
No son impactos que vayan a diluirse por lo menos en los próximos dos años. Peor aún, podrían empeorar. De hecho, la simple permanencia profundiza su efecto pernicioso. La guerra en Ucrania no tiene fecha de caducidad, tampoco la crisis de combustibles o la atonía de las economías. Los expertos están divididos sobre la inminencia o no de una recesión en Estados Unidos, pero hay consenso de que nos espera un período de estancamiento, en el mejor de los casos. Y no olvidar que un promedio de crecimiento cero o similar, significa que algunos sectores punta sobresalen (salud, alta tecnología, por ejemplo), mientras que la gran mayoría, en los que nos encontramos casi todos, en realidad retrocede.
A estos escenarios coyunturales habría que sumar el impacto paulatino pero creciente del calentamiento global, que se traduce en sequías crónicas y más intensos y frecuentes desastres naturales.
Con lo anterior no pretendo pronosticar el fin de los tiempos ni mucho menos. Aunque la mayor parte del daño ecológico es irreversible para efectos de una o varias generaciones, las circunstancias coyunturales pendularán, las economías volverán a crecer y una sensación de normalidad volverá a instalarse. Pero mal haríamos en pensar que eso es lo que nos espera en el futuro inmediato. No nos encontramos al final de un período de vacas flacas sino al principio de él, o quizá a la mitad y mejor haríamos en prepararnos. Cuando hay un corte de electricidad prolongado resulta menos útil quedarnos sentados frente al televisor apagado, esperando a que la imagen regrese en cualquier momento, que prepararnos para continuar la vida con velas y candiles.
Para nuestra desgracia, los malos tiempos coinciden con una crisis mundial de liderazgo. Los organismos internacionales no están en condiciones de asumir responsabilidades, entre otras razones porque las potencias no se lo han permitido. Y por su parte los mandatarios de hoy en día no solo no están a la altura, sino que, lejos de ser un factor de solución son parte del problema. Las soluciones difícilmente habrán de salir de los cuestionados Donald Trump o Joe Biden, el defenestrado Boris Johnson, el satanizado Putin, el ninguneado Macron, el desconocido Olaf Scholz, por mencionar los dirigentes de los principales centros de poder. Podemos debatir sobre Angela Merkel, Barack Obama, o Margaret Thatcher, ya no digamos los legendarios, Churchill, De Gaulle o Mandela, pero al menos constituían figuras que gozaban de algún tipo de liderazgo en el escenario internacional, hoy inexistente, y que resulta indispensable para articular una respuesta a la crisis.
Describo lo anterior sin ningún ánimo de agriar el día al lector que se haya tomado la tarea de leer hasta este punto. Responde, más bien, a la certeza de que no hay peor crisis que aquella que nos toma en modo negacionista. El optimismo es una fuerza positiva que desencadena dinamismo y expansión, sin duda. Pero sumamente dañino cuando resulta injustificado. Pocas cosas tan nefastas como quemar las naves en un negocio que nunca tuvo posibilidades de éxito o apostar a una guerra que, en realidad, no teníamos oportunidad de ganar.
En nuestro país la lluvia cae sobre mojado. A este adverso entorno internacional se suma una realidad aquejada por los problemas ancestrales de la pobreza y la desigualdad, empeorada por el demonio suelto de la inseguridad pública. Algunos asumirán que Andrés Manuel López Obrador y su Cuarta Transformación constituyen un agravante al escenario anterior; otros pensarán que sin él el descontento de las mayorías podría haberse manifestado en olas de inestabilidad social y política de magnitud insospechada. Habría argumentos para apelar a una y otra posición, pero es una discusión que trasciende los límites de este texto, por ahora.
Pero sea que se trate de una cosa u otra, es decir, un factor que atenúa el impacto de las consecuencias de la crisis o, por el contrario, las empeora, es evidente que “el Gobierno del cambio”, no está en condiciones de cambiar algo sustantivo en lo que resta del sexenio. Como en el caso de cualquier mandatario de nuestros países, la magnitud de la crisis global va más allá de los márgenes de posibilidades presidenciales. Para seguir con la alegoría del corte de luz, digamos que de los aciertos y desaciertos de ellos depende que exista una vela más o una vela menos encendida, pero no de que se restablezca la electricidad.
Puede entenderse que los políticos vivan de vender esperanzas. Está bien si ello lleva a construir un ambiente de entereza en medio de la adversidad y aleje la posibilidad de estallidos de violencia e inconformidad. Pero en ocasiones la credulidad ciega en falsas esperanzas, a la larga puede conducir a reacciones inesperadas, por la frustración o los riesgos incurridos al asumir escenarios imposibles.
Convendría, en lo personal y en lo colectivo, prepararnos para asumir las implicaciones de los tiempos difíciles por los que estamos transitando. Estrategias que privilegien el control de daños, los riesgos calculados, el gasto inteligente. Y lo mismo vale para una obra pública de gran magnitud, que terminará enfrentando retrasos y costos imponderables, que para el uso de una tarjeta de crédito personal con tasas de interés cada vez más prohibitivas. Subsidiar la gasolina con efectos devastadores sobre las finanzas públicas, asumiendo que la escasez va a desaparecer en dos meses o quemar los ahorros familiares porque “seguro las cosas se van a componer”, son rasgos de una actitud negacionista que podría tener graves consecuencias. Lo dicho, el optimismo infundado puede ser un disparo al pie cuando caminamos por terrenos plagados de riesgos.
@jorgezepedap
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