La campaña electoral de los normalistas
Los afectados por la masacre de Ayotzinapa han llamado sin éxito a todas las puertas hasta derribar la del Palacio Nacional, pero aquella noche de la ignominia amenaza con ser un secreto para siempre
Tantas veces han llamado los normalistas a las puertas del Palacio Nacional que finalmente han decidido derribarlas. El gesto bárbaro constituye una metáfora preciosa y oportuna sobre el momento, este momento en que un presidente que prometió poner luz a una masacre que dio la vuelta al mundo está a punto de salir por esas mismas puertas para no volver. Adentro quedan los secretos sin revelar, los datos que el Ejército no quiere publicar, y afuera el dolor de las familias por la desaparición de 43 estudiantes en una noche aciaga hace ya 113 meses, en Iguala. Vivos se los llevaron, vivos los queremos.
Este momento en que la campaña electoral anuncia la inminente llegada de otro inquilino a la presidencia de México ha sido el elegido por los activistas para recordar que sexenio tras sexenio su causa sigue pendiente. El de Andrés Manuel López Obrador ha sido con toda probabilidad el que más esperanzas despertó entre los afectados por aquella mentira histórica que sumió la muerte en un silencio atronador. El presidente, de acuerdo con sus compromisos, inició una revisión a fondo del asunto que no ha sido del todo desafortunada, pero el caso se ha estancado sin solución definitiva con el Ejército obstaculizando información clave. Ya será difícil que otro mandato del mismo signo o de color distinto traiga a estas familias atisbos de justicia.
Por si acaso, los normalistas aporrean las puertas en los estertores de un gobierno que se aventuraba distinto para ellos. En las dos últimas semanas han lanzado petardos sin consecuencia contra el Senado, el mismo ruido que hicieron frente a la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde reventaron cristales. En la apertura de campaña de Claudia Sheinbaum en el Zócalo capitalino hicieron un plantón de protesta junto a miles de seguidores morenistas y han cortado el Paseo de Reforma en las últimas fechas. Hartos de que la pirotecnia y el humo no fueron suficientes, el 4 de marzo estrellaron un camión contra las puertas del Centro Federal de Arraigos, donde se investiga el caso, el eterno caso. Y más hartos todavía de que sus gritos no encuentren eco en la Administración, la mañana de este miércoles decidieron asaltar el cielo mientras el presidente se despachaba con los periodistas en su conferencia matutina.
Las puertas siguen cerradas y a buen seguro los normalistas volverán a Guerrero con las manos vacías y la sangre aún caliente. Qué más se puede hacer contra los muros de un gobierno, de dos gobiernos. Qué más, contra el tanque blindado de un Ejército.
Ayotzinapa sigue siendo, quizá para siempre, la asignatura pendiente de la democracia mexicana. El símbolo mayúsculo de las tragedias orquestadas desde los palacios y los cuarteles. El baldón de un país que no consigue cerrar con justicia los oprobios que jalonan su historia contemporánea. Todavía hay misterios que desvelar acerca de la masacre de Tlatelolco, ni el número de víctimas se conoce a ciencia cierta. Y de otros halconazos. Ayotzinapa fue la oportunidad de un gobierno que se vendió distinto, “no somos iguales”, que prometió justicia, que hizo gestos con la que también fue su causa. El resultado de todo ello apenas deja una luz prendida: el Ejército no solo es el pueblo uniformado, también es la aristocracia verde olivo que no quiere abrir sus puertas.
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