La larga noche de Acapulco: “Soy poderoso con un arma, desarmado no soy nadie”
La ausencia de luz y seguridad tras el huracán ‘Otis’ ha creado patrullas de vecinos que vigilan las calles para evitar más saqueos, pero atraen a perfiles violentos que desconfían de cualquier extraño
Acapulco tiene miedo a la oscuridad. El huracán Otis apagó todas las luces hace más de una semana y, este sábado, la gran mayoría de colonias todavía sobrevive entre tinieblas. Los habitantes han tenido que aprender a vivir a tientas y adaptar su reloj al sol. Las primeras noches, la necesidad saqueó hasta la última tienda. No hay supermercados ni farmacias y apenas unas pocas gasolineras comienzan a recuperar el suministro. Hace falta de todo. Desde entonces, el Ejército custodia con los fusiles bien a la vista todos los establecimientos que fueron asaltados; ahora, que ya no queda de nada. En los barrios más humildes se ha extendido el rumor y la paranoia. Por las noches, decenas de grupos de ciudadanos patrullan las calles —algunos armados con machetes y pistolas— aterrados ante el riesgo de perder lo poco que les dejó la tormenta, iluminados por linternas, antorchas y piras de basura en llamas.
Las noches son eternas y los vecinos duermen con un ojo abierto. Los ladridos de los perros, las motos que zumban de madrugada, los crujidos del viento entre los escombros: cualquier ruido enciende las alarmas. La paranoia crece cada día que el suministro eléctrico no es restablecido —y devolver la luz a toda una ciudad y sus alrededores es un proceso lento—. Para los grupos de vigilantes, una suerte de autodefensas improvisadas, cualquier extraño es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Se ponen nerviosos con facilidad si ven una cara desconocida, tan fácil de confundir en la oscuridad.
El problema es el de siempre: la gente tiene miedo de perder lo poco que tiene; el Gobierno no es capaz de garantizar la seguridad en una ciudad completamente colapsada —la cifra oficial de víctimas, que apenas se mueve desde hace días, es de 47 muertos y 56 desaparecidos—; y, aunque la mayoría de las patrullas se han formado como un sistema de apoyo entre vecinos para evitar los saqueos, un grupo armado en medio de una urbe sumida en la oscuridad funciona con la misma lógica que una traca de fuegos artificiales en un incendio. Los comandos civiles, además, tienen la facilidad de atraer a un determinado perfil de persona: violenta, megalómana, autoritaria, de gatillo fácil.
—Yo soy poderoso con un arma, desarmado no soy nadie.
Gustavo (48 años) suelta la frase y asegura con la cara muy seria que esconde una pistola, aunque los periodistas no ven armas por ninguna parte. Tampoco es que le pidan que la enseñe. El hombre no lleva camiseta, solo unos pantalones cortos y chanclas, y está sentado junto a una decena de personas en una calle de tierra, bloqueada en uno de sus accesos por una montaña de escombros. Solo lo ilumina la luz de una larga vela. No hay luna y la noche es tan oscura que a 10 metros de distancia, si la llama está apagada, nadie puede verlos. La colonia San Nicolás, en Pie de la Cuesta, a un costado de Acapulco, solo tiene luz en las farolas de algunos puntos de la avenida principal. El resto del pueblo está completamente en tinieblas. Gustavo no es de aquí, sino de Tres Palos, al otro lado de la bahía, pero ha venido a ver a sus familiares. Su historia como vigilante comenzó después de Otis:
—El patrón me dio una encomienda: me dio un arma registrada a su nombre porque yo sé de armamento. Llegaron cuatro carros de lujo, personas que no tienen necesidad, y quisieron abrir el Fix [una cadena de ferreterías], así que me agarré a balazos. Salieron huyendo y a partir de entonces me di a conocer en la colonia. Creo que están agradecidos mis vecinos porque a la noche, como tengo experiencia, me escondía y veía los carros que querían estacionarse y abrir los negocios. Los correteaba a punta de balazo y me fue bien económicamente, no me quejo, aproveché un poquito la situación. Claro, a favor siempre del ciudadano, de los amigos, trataba de no sobrepasarme nunca con nadie.
A su lado, todas las caras permanecen serias excepto la de Imelda (37 años), que ofrece un relato un poco más amable: “Como en todos los lugares, aquí hay delincuencia organizada. Nosotros tenemos que cuidarnos entre nosotros. Ya saquearon Bodega Aurrera, centros comerciales, farmacias, obviamente la gente anda buscando ahora electrodomésticos, aunque no sé de qué van a servir porque todo se mojó, todo quedó bajo el agua”, dice. “Te despiertas a cada rato, escuchas ruido, escuchas que los perros están ladrando desesperadamente, y ese es el momento en que uno se levanta para ver qué está pasando. Se escuchan muchas motos en la madrugada. No nos queda más que cuidarnos entre nosotros, alimentarnos entre nosotros y echarnos la mano, no va a haber de otra. La mayoría aquí somos familia, somos una colonia pequeña, todos nos conocemos, cuando entra alguien extraño es ahí donde nos ponemos”, aclara.
“Hay muchos saqueos, sin necesidad, digo yo, porque agotaron las tiendas donde nos podíamos abastecer de comida: de frijol, de arroz, de lo más básico, y a día de hoy estamos sufriendo un poco las consecuencias. Estamos aquí más que nada para cuidar: nos dimos cuenta de que algunos vecinos se metieron a robar a las casas, vamos a velar hasta que amanezca y, ahí, a descansar”, tercia Gustavo. Imelda lo define como “la rapiña de la rata pequeña”: “El jodido que jode al jodido, el que no alcanzó a rapiñar nada va a empezar a buscar en domicilios que sí lo hicieron”.
“Todos estamos necesitados, todos tenemos hambre”
La vida no está siendo fácil estos días para los vecinos humildes de Acapulco. La mayoría comen gracias a los víveres que reparte el Gobierno mientras intentan reconstruir sus casas. Muchos sobreviven del turismo en una ciudad que, después de la devastación del huracán, tardará años en recuperar al completo su principal fuente de ingresos. “Nosotros ahorita regresamos a los tiempos de antes: caminar bajo el rayo de sol para ir por el agua que nos está dando la Sedena [Secretaría de Defensa]; buscar alimento y hielo para mantenerlos; la laguna ahorita no está dando la pesca que quisiéramos, el día de ayer fuimos a pescar y sacamos cuatro mini pescados. Leña sí tenemos porque se tumbaron los árboles. Todos estamos necesitados, todos tenemos hambre. No pedimos más que los techos ahorita. Nuestros colchones, mira, los secamos, no hay bronca, pero queremos un techo porque estamos durmiendo a la intemperie”.
El miedo a los saqueos abarca historias distintas y complejas, rostros que no entran dentro de una única lógica, personas que lo han perdido todo. Bertha Nazario (35 años) empieza a llorar casi en el mismo segundo en que la cámara se enciende. Tiene los sentimientos a flor de piel: durante el día no se permite ni un instante de flaqueza, pero en el momento en que alguien le pregunta cómo está es como si reventara un muro de contención. Ella, su bebé de ocho meses, su hijo de 14 y su esposo se han refugiado en el hotel en el que trabaja. Su casa se hundió con el huracán. “Nos costó un buen de tiempo conseguir lo que teníamos”, lamenta. Lo que tenían: una cabaña de madera con techo de hojas de palmera y unos pocos electrodomésticos; un hogar precario, mísero, pero hogar al fin y al cabo. “Imagínate lo que nos va a costar ahora”.
La familia se ha parapetado en el complejo de villas turísticas en el que Nazario trabaja y se afanan en protegerlo de hipotéticos ladrones y dejarlo listo para los turistas del futuro. Su empleo es prácticamente lo único a lo que puede agarrarse. “El día es muy rápido, la noche es muy lenta. No nos preparamos para este tipo de ocasión, nunca lo imaginamos. Estamos en el hotel por tres cosas: una, por el trabajo, porque tenemos que seguir, no tenemos apoyo de nadie más que nosotros mismos. La segunda, miedo a los saqueos: ya son varios días que la gente no ha tenido apoyo y busca alimento y manera de sustentarse, de refugiarse. La tercera: como apoyo, la señora [la dueña] nos está prestando un techito donde estar en lo que se regulariza todo esto y podamos empezar a levantar otra vez”.
Hay a quien ver a los soldados protegiendo supermercados a los que no les queda ni una lata de conservas en las estanterías le parece una broma de mal gusto; sobre todo, mientras en las calles la basura apilada se descompone más y más cada día sin que nadie la recoja y amenaza con convertirse en un grave riesgo para la salud pública en forma de enfermedades. Entre los escombros de un Oxxo desvalijado, una mujer farfulla maldiciones entre dientes mientras trata de limpiar el negocio familiar. Al otro lado de la calle patrullan unos militares. “Cuando saquearon todo estaban ahí y no hicieron nada”, murmura. Después de sacar unos cuantos cartones, lo único que queda en la tienda, cesa en su empeño. Haría falta una manguera industrial para arrancar la costra de barro del suelo y el olor a podrido. En su lugar, enciende un cigarrillo, se sienta en un banco en la puerta, saca una Biblia de bolsillo, recita un salmo.
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