Ciudad Juárez no teme al muro de Biden: “Hay más miedo a que nos detengan en México y nos deporten a nuestro país”
En el paso fronterizo más grande de México duele más el recuerdo de la muerte reciente de 40 migrantes por un incendio en un centro de detención que las nuevas medidas del Gobierno estadounidense para reforzar la seguridad
Antonio, Wilmer y Rayder tienen apenas 20 años y aguardan su momento en una especie de trinchera. Apoyados sobre un montículo de tierra, tienen la frontera con Estados Unidos a un palmo. Ya ven el río, la alambrada y los policías estadunidenses protegiendo la valla que anhelan cruzar desde que salieron hace más de dos meses de un pueblecito de Venezuela. Pero de momento, prefieren esperar. “Hasta que se vayan esos huevones de la migra mexicana”, dice Antonio, mientras se cambia unas zapatillas raídas por unas chanclas en las que confía para cruzar por el agua.
Justo antes del río hay cuatro furgonetas del organismo de migración mexicano. Los tres amigos han tenido malas experiencias con ellos durante la travesía por el país. “Nos robaron varias veces. ¡Marico, parecen más corruptos que en Venezuela!”. Los tres reconocen que tienen más miedo de los agentes desarmados mexicanos que de los policías militares con fusiles de asalto del lado estadounidense.
Una sensación parecida comparten los más de 10.000 migrantes que aguardan en Ciudad Juárez, el núcleo más poblado de la frontera mexicana y uno de los puntos más calientes durante el pico de las últimas semanas. Además de las historias de abuso y violencia durante su viaje extremo por el país, el miedo de los migrantes también está respaldado por las cifras. México ha acelerado las deportaciones, que han crecido más de un 20% solo en agosto, según los últimos datos disponibles.
En Ciudad Juárez además todavía no se ha cerrado el trauma de una de las mayores tragedias migrantes recientes. A finales de marzo, 40 hombres murieron entre las llamas durante un incendio en un centro de detención del organismo de migración. Nadie les abrió la puerta y aún nadie ha pagado por lo sucedido. “Tenemos amigos que ya están allá (Estados Unidos) y nos cuentan que los están tratando mucho mejor que aquí”, dice Wilmer sin perder ojo a las furgonetas de los funcionarios mexicanos.
A las pocas semanas de aquella tragedia, se dio por terminado el título 42, una excepción por razones sanitarias, prorrogada desde la pandemia, que permitía la deportación inmediata sin trámite alguno. Desde entonces, el flujo migrante ha ido aumentando. Las cifras oficiales de la Patrulla Fronteriza estadounidense amenazan con romper todos los récords recientes. El pronóstico son más de 300.000 detenciones registradas para este año.
La crecida ha elevado la presión sobre el Gobierno demócrata de Joe Biden, que el año que viene se enfrenta a la reelección en una campaña de fuerte tensión con los republicanos. Al refuerzo de policías sobre el terreno por los 3.200 kilómetros de frontera —cerca de 25.000 agentes desde mayo— y la reactivación de deportaciones rápidas y masivas, el presidente ha sumado una medida que hasta ahora parecía un anatema: un decreto publicado esta semana dejaba sin efecto 26 leyes federales, dejando vía libre a construir 32 kilómetros de valla en el sur de Texas. Biden convierte así en papel mojado uno de sus principios en materia migratoria al llegar a la Casa Blanca: “no se destinarán más impuestos de los estadounidenses a construir un muro”. Una medida simbólica que pretendía poner tierra de por medio con la política de mano dura del Donald Trump.
Pese al blindaje anunciado por Estados Unidos, la percepción dentro del albergue El buen samaritano, en la periferia de Ciudad Juárez, sigue siendo que el peligro más evidente sigue estando a este lado de la frontera. “Tenemos más miedo que nos detengan en México y nos deporten a nuestro país”, cuenta Brisel, una hondureña de 25 años que salió con su familia de Tegucigalpa escapando de las amenazas de muerte. Su marido tenía una herrería y las mafias les exigían 40 dólares semanales, más de la mitad del dinero que ganaban en el pequeño negocio. Llevan casi tres semanas en la frontera mexicana. Han solicitado asilo político y están esperando la confirmación de la cita por medio de la aplicación digital que lanzó EE UU hace meses. Mientras, ella y los dos niños pequeños apenas salen del albergue. “Mi marido se va por las mañanas porque ha encontrado trabajo en la construcción. Pero yo no salgo. Tengo miedo. También nos robaron y nos pegaron por el camino los policías mexicanos”, cuenta mientras rebusca en una bolsa de ropa donada que acaba de llegar a la casa.
El incendio
Más de seis meses después del fatal incendio que se cobró la vida de 40 hombres, el centro de detención de migrantes donde sucedió la tragedia está precintado. Pero aún se notan los machas en la pared saliendo como lenguas negras por los ventanucos estrechos y la puerta metálica que los guardias cerraron con llave antes de escapar. Pese a la montaña de negligencias, apenas siete personas, entre custodios y directivos regionales del Instituto Nacional de Migración (Inami), están procesados por diferentes delitos. También, el director del organismo, Francisco Garduño, por un delito de ejercicio ilícito del servicio público.
Mientras la lenta maquinaria de justicia mexicana avanza, Garduño, que sigue el proceso en libertad, se mantiene al frente de la dependencia. En agosto, volvió a Ciudad Juárez en medio de la enésima crisis. La empresa que gestiona los trenes de carga a los que se suben los migrantes para viajar hacia el norte, entre ellos la nefasta y famosa Bestia, anunció que suspendía actividades ante la muchedumbre que se agolpaba y los peligros cada vez más evidentes. Garduño se limitó a prometer más presencia policial en los trenes y anunciar la inauguración de un nuevo albergue para 500 migrantes. Consultado por este diario, el Inami no ha respondido a las preguntas sobre sus actuales políticas de “rescates”, el eufemismo para nombrar las detenciones de migrantes.
“El episodio del incendio nos indica que la estrategia de intentar una integración socioeconómica para las grandes bolsas de migrantes que recibe la ciudad hace tiempo que acabó”, apunta Jesús Peña, investigador del centro de estudios Colegio de la Frontera Norte (Colef). Durante los años que Donald Trump, que impuso a México que los solicitantes de asilo en Estados Unidos esperaran al otro lado de la frontera el trámite de su caso, a veces durante plazo de meses, incluso años, se intentó un acomodo para los migrantes.
En aquella época, los migrantes contaban con permiso de trabajo mientras se solucionaba su solicitud y algunos empezaron a trabajar, por ejemplo, en las maquilas de Juárez, las fábricas de mano de obra barata desplegadas en la frontera. “Ahora todo eso acabó y la apuesta son las deportaciones, lo que va a aumentar la desconfianza entre los migrantes, empujándoles a la clandestinidad. Es decir, a los brazos de las mafias de la trata de personas”, añade el investigador del Colef.
Por el centro de Ciudad Juárez se ven grupos de migrantes con bolsas de plástico y mantas a los hombros. Los albergues están casi llenos y muchos prefieren buscar algún motel barato lo más cerca posible del paso fronterizo o directamente un parque donde pasar la noche. Por ejemplo, por el barrio rojo de la ciudad, entre burdeles y casas de cambio. Ciudad Juárez hace tiempo que se convirtió en una ciudad estigma. Un agujero negro para cientos de mujeres asesinadas o desaparecidas en los 2000, y escenario después de una de las guerras más bárbaras entre las mafias del narcotráfico.
En 2010 alcanzó el puesto número uno en la lista de ciudades con el índice más alto de homicidios del mundo. Hoy, en medio de la ola de violencia generalizada que vuelve a azotar México, ocupa los primeros lugares otra vez. Es la ciudad más grande de la frontera con millón y medio de habitantes, casi el triple que su vecina texana de El Paso. Pero no siempre fue un monstruo. En los 70 era conocida como Las Vegas mexicana por sus salones de fiesta y su vida nocturna. La llegada de las maquilas engulló al pueblito que vivía del algodón y el alcohol. En los años noventa, coincidiendo con la firma del tratado de libre comercio con EE UU, la población prácticamente se duplicó. Juárez se convirtió en una ciudad de obreros y migrantes mexicanos. Y en los últimos años, también de migrantes centroamericanos, venezolanos o africanos.
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