Vidas estancadas en el limbo de la frontera: el drama de los niños migrantes en Tijuana
El documental ‘Lejos de casa’, de Carlos Hernández, retrata el día a día de los menores de edad que esperan en México su solicitud de asilo para poder cruzar a Estados Unidos
La escena podría parecer inofensiva, pero no lo es: dos niños menores de 10 años pasan la mañana con camiones de juguete y soldados en miniatura.
—Este es el soldado que te deporta.
—Yo soy de aquí, yo puedo pasar a América porque tengo credencial.
—Pero no puedes ir a Estados Unidos.
—Exacto.
—Por papeles.
Niños que juegan que no pueden cruzar la frontera. Que recrean a policías migratorios que les impiden el paso. La realidad del mundo de los adultos reflejada en las actividades de los críos. Así comienza Lejos de casa (2022), un documental del cineasta Carlos Hernández que retrata el día a día de los menores de edad migrantes que esperan en Tijuana, México, su solicitud de asilo para poder cruzar a Estados Unidos. Acaba de estrenarse en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara.
“Ellos oyen lo del muro [la construcción de un muro en la frontera para bloquear el paso de migrantes, una promesa electoral del expresidente estadounidense Donald Trump] y juegan a construir un muro. Estoy convencido de que saben que están siendo rechazados y tienen que esperar”, cuenta Hernández (Guanajuato, 38 años) un domingo de junio en la cafetería de la Cineteca de Guadalajara.
El documental no está narrado desde la épica, no hay grandes escenas de acción, intentos de saltos a la valla ni escenas en los masivos campamentos de refugiados. Lejos de casa se centra en el día a día sin acontecimientos de los niños que aguardan en tres albergues distintos. Hay muchas tardes muertas, un tiempo que pasa lento, un limbo total sin mucho que hacer más que esperar, esperar y esperar una cita para solicitar asilo que parece que nunca termina de llegar.
Y mientras tanto, juegan, dan tumbos por los alrededores de los albergues, practican su inglés, miran el móvil. En las clases que los más pequeños reciben se aprende matemáticas, pero también a recitar de memoria una lista de sus derechos más básicos para cuando les pare la policía: “derecho a un trato digno, derecho a libre tránsito y residencia, derecho a un traductor, derecho al asilo...”. Hay niños de todas partes de México, pero también de Honduras o Guatemala.
En 2019, Trump y su homólogo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, pusieron en marcha el programa Quédate en México. La medida permite a los funcionarios fronterizos de EE UU deportar a los migrantes y que estos esperen en México a que se resuelvan sus solicitudes de asilo en tribunales estadounidenses. Según numerosas organizaciones humanitarias como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, esto ha creado un embudo en la frontera y una masificación y hacinamiento de migrantes en condiciones infrahumanas del lado mexicano.
Desde enero de 2019 hasta enero de 2021, el Gobierno de Trump envió a más de 71.000 solicitantes de asilo a esperar la resolución a México gracias al programa. Unos 19.000 menores de edad solicitan cada año asilo en EE UU, de acuerdo con cifras del propio documental.
El mismo año que empezó a funcionar el programa, Hernández, que viajaba con asiduidad a Tijuana, se dio cuenta de que algo había cambiado en la forma de migrar. Muchos ya no eran hombres que llegaban persiguiendo el sueño americano. Ahora cada vez había más mujeres y niños que huían de la violencia de sus países de origen. “Es increíble como la violencia ha permeado en toda la región. El [programa] ‘Quédate en México’ hace de embudo en la frontera, y los niños son los que lo viven de forma más directa.”
Hernández, abogado reconvertido a cineasta, decidió hacer un documental casi de manera automática. Sabía que por los tiempos que se manejaban en la frontera, muchos de los menores que había conocido no estarían en medio año. Volvió con una cámara y estuvo dos meses conviviendo con ellos. Entrevistó a más de 50: “A los niños muchas veces no se les da voz. Quería darles valor no por ser niños, sino por ser víctimas. Saber qué les gustaba, cómo son. Es un período de limbo, esa incertidumbre es la que se quería retratar. A veces se enojan y hacen un berrinche porque la cabeza juega malas pasadas”.
Todos los albergues en los que grabó son proyectos particulares financiados con donativos y dinero privado. “El Gobierno no tiene iniciativa. No hay albergues públicos en Tijuana, solo gente que ha tratado de ayudar de forma legítima a la comunidad migrante”.
Esos refugios son lugares con un gran importancia simbólica en el camino de los migrantes, señala Hernández. “El período del albergue es el primer período de paz en mucho tiempo para ellos, la posibilidad de reconectar con otros niños”. En ellos pueden ir a clases, hacen amigos, recuperan algo tan básico como volver a jugar. Pero el aviso de las autoridades migratorias suele llegar de improviso, una comunicación que indica que tienes que irte casi de inmediato. “Esas amistades que se generan en ese período tan corto, pero tan intenso, son muy importantes para ellos, y se despiden de un día para otro”.
Los últimos tres años, ya acabado el rodaje, Hernández ha estado buscando financiación para el trabajo de montaje y postproducción. No ha recibido ayudas públicas. Mientras tanto, ha mantenido contacto con alguno de los chicos, que ya han conseguido cruzar la frontera. Como Lázaro, que huyó de las palizas de las pandillas en Guatemala. Ahora vive en Maryland, al norte del país, y con 17 años repara techos para ganarse la vida. “No ha cambiado su situación de manera dramática y el futuro es trabajar, pero por lo menos tiene seguridad y no preocuparse de si va a seguir vivo al día siguiente”.
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