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Los migrantes de la última caravana: “La policía y migración nos han tratado como animales”

Más de 300 personas han pasado la noche en un campamento precario en Ciudad de México, donde descansan antes de decidir cuál es el siguiente paso

Migrantes centroamericanos, haitianos y cubanos llegaron al albergue "Casa del peregrino" de la Ciudad de México, el 13 de diciembre de 2021.Foto: Nayeli Cruz | El País | Vídeo: Reuters
Alejandro Santos Cid

Una niña pequeña se despierta sola sobre una colchoneta en el suelo. Se incorpora e intenta quitarse un jersey rosa con manchas de polvo, pero sus brazos no tienen la fuerza suficiente y desiste. Voltea la cabeza hacia los lados, buscando algo, con la mirada perdida. Se frota los ojos. Vuelve a tumbarse. Se tapa la cara con una manta, pero los pies se le salen por debajo. En lugar de calcetines, lleva dos bolsas de plástico anudadas a los tobillos para conservar el calor. Detrás, tiene cartones de zumo gastados, un bollo mordisqueado, bolsas, mantas, mochilas. A su alrededor duermen hacinadas más de 300 personas: los integrantes de la última caravana de migrantes centroamericanos que han conseguido llegar a Ciudad de México a pesar de todas las trabas, tras días, meses e incluso años de camino.

La niña tiene cuatro años, se llama Johana y es de Honduras. Viaja con su madre, Merari, que apenas ha cumplido 21. Su hermana, de 16 años y embarazada, empezó con ellas el camino, pero fue deportada a Guatemala. Merari y su hija siguieron, a pesar de ello. “Quiero subir Estados Unidos”, cuenta. La caravana salió el 23 de octubre de Tapachula (Chiapas), una ciudad fronteriza con Guatemala donde más de 30.000 migrantes permanecen retenidos por las fuerzas de seguridad. Muchos integrantes no han llegado hasta aquí: se han dado la vuelta, ante el cansancio del viaje, o han sido detenidos. Esta noche la han pasado en un campamento precario, habilitado por las autoridades en un complejo deportivo pegado a la Casa del Peregrino, en la alcaldía Gustavo A. Madero. En la pista de baloncesto se ha levantado la carpa principal; hay otras más pequeñas alrededor. Los migrantes duermen en el suelo, sobre catres, colchonetas, mantas, plásticos. Cualquier cosa que ayude a camuflar la dureza del cemento.

Algunos han preferido erigir refugios improvisados con lonas en los columpios del parque infantil o los aparatos de gimnasia. Los más afortunados tienen tiendas de campaña que les proporcionan algo de intimidad entre la multitud, aunque son minoría. La mayoría se apiñan bajo las carpas a escasos centímetros unos de otros, rodeados por sus escasas pertenencias, que transportan en bolsas y mochilas. Los niños juegan alrededor con sus peonzas, bajo la mirada cansada de los adultos. Se ven carritos de bebé. La escena recuerda a las fotografías de refugiados de guerra: columnas de gente avanzando por los caminos con sus posesiones a cuestas y los niños en brazos.

Mujeres toman un descanso en el área de juegos del albergue.
Mujeres toman un descanso en el área de juegos del albergue. Nayeli Cruz

La ciudad había habilitado un albergue en Iztapalapa, pero los integrantes de la caravana, rechazaron acudir a ese espacio porque querían llegar hasta la Basílica de la Virgen de Guadalupe, que celebraba su festividad este domingo, para “dar las gracias”. Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno de la capital, ha asegurado en rueda de prensa que “esta es una ciudad hospitalaria. Vamos a respetar como siempre lo hacemos los derechos humanos. El objetivo es que este paso que tienen por la ciudad se haga de manera ordenada”. Sin embargo, organizaciones civiles como Amnistía Internacional han denunciado en numerosas ocasiones violaciones a los derechos de los migrantes a su paso por México.

Aquí nadie tiene claro si se quedarán en la ciudad por mucho tiempo o retomarán pronto su camino. Entre los integrantes, los intereses varían. Luis Méndez (21 años) salió hace seis meses de Honduras después de pasar tres años en paro y quiere llegar a Estados Unidos para estudiar una ingeniería eléctrica, pero echa tanto de menos a su familia que está planteándose regresar. “El camino es duro, golpes, lluvia, sol, se enferma uno, golpes sobre todo de la migra [policía fronteriza]”, dice, y por detrás un niño pequeño empieza a gritar “¡Migra!, ¡Migra!”, como quien se ha aprendido bien la lección. A su lado, Carlos, hondureño de 20 años, asegura que si consigue los papeles se quedará en el país, una opción que cada vez más migrantes escogen, ante la dificultad de cruzar la frontera norte.

Las autoridades reparten fruta, zumos, agua, bollos. Varios operarios amplían la carpa, para que proporcione refugio a más personas y proteja del sol que empieza a calentar el recinto. Ernesto, un cubano que prefiere no dar su verdadero nombre, descansa junto a su pareja en uno de los laterales. “He atravesado 12 países, he sido víctima de asalto y secuestro en Veracruz. Aquí en la ciudad golpearon a mi mujer y me intentaron quitar mis pertenencias. Somos un grupo vulnerable porque somos personas extranjeras”, resume. Recuerda su último cumpleaños como el peor día de su vida. Llevaba siete días bajo la lluvia, sin comer, perdido en el Tapón de Darién: una selva entre Panamá y Colombia que se ha convertido en un punto caliente para la migración. Uno de los principales infiernos por los que tienen que transitar en su viaje hacia el norte, infestada de grupos armados y animales salvajes.

Personal sanitario realiza pruebas de covid-19 a los migrantes que llegaron a Ciudad de México.
Personal sanitario realiza pruebas de covid-19 a los migrantes que llegaron a Ciudad de México.Nayeli Cruz

Al campamento empiezan a llegar equipos sanitarios, que circulan entre los catres y los bultos desinfectando todo. Reparten mascarillas como precaución ante la covid-19. Limpian una de las carpas e instalan un consultorio improvisado, donde se comienzan a realizar test para detectar la enfermedad. En otro punto, los enfermeros administran vacunas contra el coronavirus y la influenza. También empieza a funcionar una cabina de primeros auxilios, que estos días estará disponible de ocho de la mañana a ocho de la noche. “Han caminado muchísimo, muchos vienen deshidratados, con malas condiciones de salud o con algún problema de tipo respiratorio o gastrointestinal. Por eso estamos brindando atención médica”, desarrolla el doctor Jorge Alfredo Ochoa, director general de Servicios de Salud Pública de la capital.

“Me siento más seguro en la caravana”

“Yo no quiero quedarme en México”, retoma Ernesto, “me gusta, pero me golpea mucho su violencia. Hemos sido muy maltratados, la policía y migración [Instituto Nacional de Migración] nos han tratado como animales”. Como todos, expone que se unió a la caravana porque le resultaba una forma más segura de cruzar el continente. Viajar con coyotes es la última opción, más aún después de que la semana pasada murieran en un accidente 55 migrantes, a los que los traficantes de personas habían hacinado en la caja de un tráiler que acabó volcando.

“Hicimos una oración y un minuto de silencio por las víctimas”, evoca Adrián, compatriota de Ernesto. “Yo estuve secuestrado siete días en Chiapas, salimos con unos coyotes que nos iban a llevar a la frontera norte y nos encerraron hasta que no les pagamos. Y ahí nos montaron en bus y nos dejaron a nuestra suerte. Me siento más seguro en la caravana que andando con esa gente sin escrúpulos”, sintetiza.

Algunos migrantes tomaron un baño en el albergue al llegar a Ciudad de México.
Algunos migrantes tomaron un baño en el albergue al llegar a Ciudad de México. Nayeli Cruz

Más de una decena de migrantes entrevistados por EL PAÍS remarcan el mal trato de las fuerzas de seguridad hacia la caravana en su camino hasta Ciudad de México. Hablan de golpes, de robos, de vejaciones de todo tipo. “Los estatales me quitaron todo el pisto [dinero] que traía, hasta el teléfono”, denuncia Luis Morataga, un guatemalteco de 26 años que está cansado de que lo confundan con un ladrón, porque él, dice, es un hombre de paz: “Llegábamos a las gasolineras y corrían a cerrarlas porque pensaban que íbamos a robar”.

Este domingo, a su llegada la capital, fueron recibidos con cargas policiales y gas lacrimógeno de agentes de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SCC), según han denunciado los propios migrantes. La SSC ha defendido en un comunicado que solo proporcionaban acompañamiento a la caravana y “únicamente repelieron los actos violentos con su equipo de protección”. El pasado jueves, la Guardia Nacional les interceptó también el paso en la carretera de Puebla. “Han reprimido mucho a esta caravana, somos seres humanos, no mercancía. Agarraron a muchos compañeros, a algunos violentamente, y de vuelta a Tapachula. Crearon mucha xenofobia en el pueblo mexicano hacia nosotros, dijeron que veníamos enfermos, a robar, que éramos violentos...”, resume Adrián.

Pero a pesar de los bloqueos, del trato de las autoridades, de los coyotes, o de los criminales que les asaltan, el camino debe continuar. No han llegado hasta aquí para nada. Glenda Mejía, una madre soltera hondureña de 35 años, ha cargado todos estos kilómetros con su hija a cuestas porque en su país “uno trabaja solo para pagar alquiler y comida, solo para eso alcanza, y si tienes un negocio te cobran impuesto de guerra”, comenta en referencia a la extorsión de las pandillas. Ingrid Guerrero (31 años), del mismo país, recuerda como un grupo organizado les quitó todo lo que llevaban encima, una madrugada después de rodear un retén, y aun así prefiere centrarse en lo positivo, en toda esa “gente buena que nos ha ayudado en el camino”.

Decenas de niños viajan con sus familias en la caravana.
Decenas de niños viajan con sus familias en la caravana. Nayeli Cruz

Hay elementos comunes que mueven a todas las caravanas de migrantes. Pobreza, violencia, desempleo. Países de origen donde la vida es imposible. Pero entre los números y las estadísticas, cada historia tiene nombre y apellidos. En el camino se conocieron Alejandra y Diana, dos veinteañeras de Honduras y El Salvador, que quieren llegar a Estados Unidos para poder estudiar, porque en sus países, cuentan, no había ningún futuro para ellas. Contra todo pronóstico, en esas condiciones adversas, donde la cabeza apenas puede pensar en sobrevivir, se enamoraron. Y dicen que así, juntas, el viaje se hace más ameno, a pesar de todo.

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Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.

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