El laberinto de Tapachula, una cárcel a cielo abierto en la frontera sur
Las calles de la ciudad en la frontera de México con Guatemala se han convertido en un enorme campo de refugiados donde se acumulan decenas de miles de migrantes que tratan de sobrevivir. Las caravanas hacia EE UU ya no solo parten de Honduras, la desesperación y el hambre rugen en este rincón donde huir de ahí es la única opción
Lo que antes era el parque central de Tapachula, esta tarde es un laberinto. Un entramado de callejones delimitados por alambrado de metal por el que deambulan cientos de migrantes sin otro destino que el de engañar unas horas al hambre, cansar a su cuerpo lo suficiente como para llegar al cuartucho sin ventilación ni agua donde dormirán con otra decena de cuerpos deshechos. No hay trabajo ni otra forma de resistencia que el dinero que envía en efectivo un familiar a los bancos de remesas con cientos de personas haciendo fila a sus puertas. Las aceras de esta ciudad, la más grande de toda la frontera que divide México de Guatemala, sus bancos de hormigón y asfalto que hierve, son los barrotes de una cárcel a cielo abierto. Un rincón pobre del México miserable donde decenas de miles de migrantes llegan como pueden y salen deportados en un autobús.
Tapachula se ha convertido en el embudo más grande de migrantes de América. El muro que soñaba Donald Trump concentrado en un solo municipio de 300.000 habitantes. Mientras este jueves en Washington los enviados del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden presumían sus buenas relaciones y acordaban ayudas económicas para atajar la migración desde Centroamérica —con los programas Sembrando Vida y Construyendo el Futuro—, en esta ciudad se han acumulado más de 35.000 personas desde enero buscando el refugio o la visa humanitaria. A ellas hay que sumar las miles que lo hicieron durante el año pasado durante el peor momento de la pandemia y que aún no han obtenido respuesta.
Nunca en la historia México había recibido a tanta gente que huye de sus países. Si en 2019 fueron al menos 70.400, este año esperan más de 120.000, según cifras oficiales. Y la inmensa mayoría lo hace a través de Tapachula, donde se registra el 70% de las solicitudes de asilo, la única herramienta posible para recibir un papel que enseñar a los agentes de Migración, ganarse la vida y no ser deportado. Aunque su objetivo siempre está al norte: alcanzar Estados Unidos.
Este es el laberinto macabro de Tapachula, que comienza y acaba siempre en estas calles alambradas. Llegar, sobrevivir, no poder más, huir al monte, a la selva, ser detenido, devuelto al otro lado de la frontera. Y después, vuelta a empezar. Volver a intentarlo.
La llegada
Wendy no sabe si ha llegado o si sigue huyendo. Hace un mes que salió de su casa de San Pedro Sula con lo puesto. Unos jeans, un jersey fucsia, el miedo y la rabia pintada en la cara y su hija de 12 años agarrada a su brazo. Unos pasaportes y un certificado médico que acredita que, esa misma tarde en la que decidió abandonar su tierra, un pandillero la violó en su salón.
La frialdad de la burocracia convierte ese papel en su único salvoconducto para no regresar al infierno. Aunque no lo pueda comprobar, los ojos se le llenan de terror cuando cuenta que lo que verdaderamente les hizo huir fue ser consciente de que si se quedaban, su hija correría la misma suerte.
Esa noche se lanzaron a la calle. Pararon a un camión de fruta y se escondieron entre cajas de comida. El camionero las dejó a las puertas de México 13 horas después: en Tecún Umán, el último paso centroamericano (en Guatemala), a media hora en coche de Tapachula.
A partir de ahí comenzaba su nueva vida. Unos 200 pesos (10 dólares) a un balsero para cruzar el río Suchiate. Todavía no se explica cómo en la orilla nadie las detuvo. Pese a que a unos metros los oficiales de Migración observan el río y ahí se despliegan para la foto los mayores operativos cuando López Obrador quiere enviar el mensaje a su vecino del norte de que está haciendo su trabajo. No sabía que el muro de verdad se encontraba unos kilómetros más adelante.
Esta tarde Wendy —que prefiere no dar su apellido por seguridad— está a las puertas de los grandes almacenes de Salinas y Rocha para recoger algo de dinero que le envía su familia. Hace más de dos semanas que solo comen plátano frito. En la calle hay otras 80 personas. Los empleados del local han repartido papelitos con un número. Explican que al día solo pueden acceder 200 personas y ya se ha superado el cupo. Wendy ha obtenido el número 63 para el día siguiente. Es la segunda vez que lo intenta esta semana.
Lo primero que hace un migrante al llegar a Tapachula es tratar de conseguir un documento que impida ser devuelto al punto de partida. Acuden a las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) y sacan una cita. Pero la institución se encuentra saturada, la reducción de presupuesto y la falta de personal y medios para atender la ingente llegada de migrantes de los últimos meses ha provocado el primer tapón: no hay fechas hasta diciembre.
No hay otra opción que resistir unos meses. Wendy ha conseguido trabajo para las oficinas de Movistar, vende chips de teléfono a cambio de una comisión. Sus posibles clientes, migrantes desesperados que deambulan entre alambres y sin dinero como ella. Si le va bien, conseguirá ganar 80 pesos en un día, alrededor de 4 dólares. Esta semana no ha ganado nada.
La ratonera
Cerca de la fila donde Wendy y casi un centenar más esperan unos cuantos dólares que los libren de la miseria, un grupo de haitianos ha cortado una calle con pancartas. “No hay trabajo en Tapachula para los haitianos”, reza un cartel. “¿Dónde están los trabajadores de derechos humanos? Le dijimos a la ONU hablar con las autoridades en Chiapas para que no nos maltraten más”, apunta otro. Mientras los sostienen, gritan consignas en criollo. Nadie los entiende en esta ciudad.
Un taxista con prisas decide empujar con el morro del coche a uno de los que protestan. En seguida todo el grupo se va contra el carro. Era la mecha que faltaba. A muchos les sobran ganas de golpear el vehículo.
—¿Vio lo que nos hacen? No nos quieren aquí.
En esta ciudad donde los brotes racistas de otras en el norte, como Tijuana, no llegaron a explotar con la crisis de migrantes centroamericanos, se encuentra al límite de la tolerancia con los inmigrantes haitianos. La discusión no gira en torno a “nos quitan el trabajo”, porque apenas hay. Y si tienen suerte ayudarán por unos pesos a hacer lo que el resto desecha: recoger la fruta podrida del mercado, cargar algunas cajas, barrer puertas, alguna chapuza de un vecino. Pero se sienten perseguidos: “Si golpeamos a ese carro, es la perdición”, apunta Juan, de 36 años, originario de Hincha, a dos horas y media de Puerto Príncipe.
Juan no se llama realmente Juan. Pero así lo conocen todos en la ciudad y así quiere que se mencione en el reportaje. Su teléfono conectado siempre que puede a internet es, como el de la mayoría, el único utensilio que lo conecta a lo que era antes: cuando era ingeniero agrónomo, tenía un sitio donde vivir en Chile, un trabajo, un colchón donde dormir. Y también, un arma de movilización poderosa estos días.
Los grupos de WhatsApp de su teléfono son un hervidero de haitianos desesperados por salir de ahí. Temerosos de hacerlo sin un documento que registre su petición de asilo por razones humanitarias. Ahí les han llegado las decenas de vídeos de los oficiales de Migración cazando a sus paisanos en la carretera, golpeándolos como animales sobre el asfalto, encerrándolos en camionetas apagadas sin ventilación ni aire acondicionado.
—Con enviar unos cuantos mensajes, si quiero, movilizo a más de 1.000 haitianos.
Así se gestaron las cuatro caravanas de las últimas semanas en Tapachula. A ninguna de ellas acudió Juan, pues está convencido de que si no son más de 2.000 o 3.000 personas, los acabarán encerrando en Tapachula de nuevo. O peor, muchos de los que han regresado de las intentonas de huida han acabado en Guatemala. “¿Me explica cómo es posible que nos envíen a Guatemala si nosotros no somos de ahí, si estamos pidiendo refugio en México?”, apunta otro haitiano, Fladimy Delice, de 31 años, que ha sido regresado dos veces con su mujer y su bebé de un año y medio. Una de ellas ha sido esta misma mañana.
El Instituto Nacional de Migración se ha negado a responder a las preguntas de este diario sobre ese asunto. Y en Tapachula conviven estos días miles de solicitantes de asilo que legalmente pueden circular por todo el Estado de Chiapas que están siendo detenidos cuando tratan de salir hacia otro municipio y otros que, según una docena de migrantes entrevistados por este diario, han sido deportados a Centroamérica en un autobús.
Tapachula es también una ratonera que los asfixia lentamente. Para los que no se han atrevido a escapar o los que han regresado a la fuerza a sus calles, la ciudad se ha convertido en un lugar inhabitable. Los hoteles están haciendo caja con precios que triplican los de la capital. Ya casi no quedan cuartos disponibles para alquilar y los que hay se ofrecen a precios desorbitados: Wendy y su hija conviven con 10 haitianos en un cuartucho sin luz, baño ni colchones, por el que pagan 3.000 pesos al mes (150 dólares). Los migrantes se amontonan en zulos, rellanos de escalera, entradas de edificios, cualquier espacio con un techo que les asegure que no les caerá la migra de madrugada.
Esa misma tarde Juan muestra el lugar donde vive con otras 60 personas. El espacio es una cochera y pagan por él 7.000 pesos (350 dólares). Tienen un baño donde solo les llega agua dos veces a la semana. En la calle, el termómetro roza los 31 grados. Ahí dentro, la sensación térmica es de mucho más.
Dentro de este garaje anexo al chalet de la dueña, se agrupan para dormir sobre unas mantas y por el día cocinan. Una estufa improvisada conectada a una botella de gas, que no les dura ni siete días, otros 2.000 pesos (100 dólares). Este miércoles dos mujeres freían una sopa con papas y unos plátanos. Hay ahí alrededor de seis niños menores de cinco años.
—La verdad es que yo jamás pensé que acabaría viviendo así.
Por la noche, las calles del centro de Tapachula son de los haitianos. La calle 12, detrás del parque central, es un hormiguero de gente que vende lo que sea: sopa, calcetines, zapatillas, trenzas, chicles, más plátanos, barberías improvisadas en mitad de la banqueta. El humo de las ollas se mezcla en el ambiente con el de una decena de coches y furgonetas atascadas que no pueden circular. Y entre los vehículos, más y más gente que ha convertido una calle principal en un mercado de supervivencia.
Juan mira al piso preocupado cuando se le pregunta cómo es posible que dadas las condiciones de vida, impere la tranquilidad y la escasa conflictividad social en la ciudad.
—¿Sabe lo que se dice en mi tierra cuando ya no se puede aguantar más? Tout bèt jennen mòde: todos los animales encerrados, cuando los molestan, muerden.
La huida
El comandante Lempira ya no puede mirar atrás. Fue una de las caras visibles —aunque cubierta con un paliacate rojo— de las caravanas de los últimos días. Movilizó a cientos de haitianos y centroamericanos desesperados por huir de Tapachula a través de grupos de WhatsApp y convocatorias públicas en el parque central. No se fía ni de su sombra. Ha recibido amenazas de muerte y pocos saben estos días dónde se esconde.
No hace falta que diga que es militar. Su cuerpo robusto pese a las golpizas, las carreras, el hambre y la selva, se mantiene casi intacto a más de 100 kilómetros de la capital del sur. Sus pies, sin embargo, parecen los de un peregrino: cortes, moratones, ampollas y un traumatismo en el izquierdo que ha inflado su empeine a la misma anchura que el tobillo.
No puede evitar sentir miedo y decepción después de que las primeras caravanas se hayan pulverizado. Ahora camina rumbo al norte con tres mujeres más, pero cuatro personas son pocas para defenderse de los peligros que acechan a un migrante en este punto del recorrido. Las travesías de noche por la selva para esquivar las carreteras y así a la migra; las caminatas eternas por las vías del tren, donde asoman siempre asaltantes dispuestos a coserlos a machetazos por un celular y el poco dinero que traen; los halcones de un cártel esperando a venderlas a ellas y reclutarlo a él, secuestrarlos, asfixiar más a sus familias; morir en ese punto sin que nadie sepa, ni nadie pregunte jamás qué sucedió.
Recuerda con orgullo las veces que consiguieron esquivar los retenes militares y cómo cuando los iban a alcanzar en Huixtla (a 40 kilómetros al norte de Tapachula) diseñaron una contraofensiva migrante que les dio un día de ventaja.
—Nos escondimos en el monte. Organicé a un grupo de unos veinte muchachos para sorprender a los agentes antes de que ellos nos toparan. Teníamos que defendernos, no había de otra. Les llegamos con piedras antes de que se bajaran de las camionetas y pese a que ellos eran más de 100, se fueron corriendo.
El enfrentamiento del domingo 5 se produjo después de una semana en la que Migración los persiguió como si fueran ganado por la carretera y apaleando a quien encontraran a su paso, todo quedó grabado en imágenes que provocaron un escándalo internacional. López Obrador denunció la violencia, dos agentes fueron sancionados, pero justificó la “contención” de la ola migratoria en la frontera sur. El presidente progresista que lleva por bandera la defensa de los que nada tienen ha sido retratado esta semana como el mandatario más implacable contra la migración.
Esa noche de madrugada, la Guardia Nacional —el cuerpo insignia del presidente— y cientos de agentes migratorios cercaron el lugar donde dormían, en un pabellón en Huixtla, y capturaron a la mayoría. Unos huyeron al monte, otros al río. Los restos de la caravana continúan dispersos, como el grupo de Lempira.
Este miércoles el comandante pedía hablar con el párroco de uno de esos pueblos que solo los migrantes conocen. Huehuetán, Huixtla, Escuintla, Mapastepec, Tonalá, Arriaga… Son municipios que un hondureño, salvadoreño o guatemalteco sabría colocar en el mapa mucho más rápido que cualquier mexicano. Localidades rurales y pobres del México más marginal, donde el Gobierno solo acude en caso de huracán o terremoto y sus habitantes solo han visto al presidente o a un gobernador a través del televisor de la tienda, sintonizado siempre en el canal de las Estrellas, de Televisa.
El grupo de Lempira ha conseguido pasar la noche en un techo a las puertas de la iglesia. Y en la madrugada, antes de que salga el sol, ha retomado su camino hacia el norte. Para esquivar los retenes han caminado durante todo el día por una selva pantanosa, con el fango hasta las rodillas y, agotados, han enviado una imagen de su refugio entre la maleza.
Mensaje de voz de WhatsApp del viernes 10 de septiembre a las 9.16 horas. Dos semanas después de su salida de Tapachula.
—Venimos un poco rallados, un poco golpeados, nos carrerió migración, gracias a Dios no nos pudo alcanzar, este… Nos quisieron asaltar con un machete, nos picó una tarántula, nos salieron dos culebras, me agarró un panal de avispas, las muchachas se mojaron todas, nos tocó dormir debajo de un puente. Andan raspadas las muchachas, los pies los andan muy mal. Vamos a descansar lo que podamos.
Todos los miembros del grupo de Lempira buscan llegar a la Ciudad de México. Conseguir su condición de refugiado, obtener un trabajo, asentarse, dejar de huir. La mayoría no es la primera vez que lo intenta, y no será la última. Su mayor miedo no es ni a lo que están expuestos ni que los devuelvan a su tierra, de la que escaparán sin más remedio. Es que tengan que volver a Tapachula. Que tengan que volver a empezar.
—Yo no puedo regresar. Pase lo que pase, tengo que seguir hacia adelante.
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